Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que sonreí con sinceridad, con felicidad. Recuerdo cuando lo hacía a todas horas, y lo disfrutaba de verdad, me reía con mi familia, bromeaba con mis amigos. Lo echo de menos. La gente dice que después de la tormenta siempre sale el sol. En mi caso creo que es al contrario, tan al contrario que dudo mucho que nunca haya habido un sol. Lo que sí que está presente en mi vida es el ¿por qué?. No creo haber hecho nada malo en mi corta existencia; ¡por dios, sólo tengo 16 años! Pero cada día es una tortura, mi mente está repleta de niebla, una niebla espesa que me prohibe pensar, y en mi pecho habita una presión paralizadora que hace que me duela en cada momento. Depresión, diagnosticada hace 2 meses, desde hace más de dos años. Estoy cansada. Mi madre buscó hace unas semanas algún grupo terapéutico, pero tengo claro que no quiero ir. Ya tengo bastante con mi mierda como para tener que escuchar la de los demás. Sé perfectamente que cada uno tiene su historia y que todos sufren lo mismo que yo, a lo mejor incluso más. Y sé que debería dejar de auto compadecerme todo el rato, descansar un poco de tanta amargura. Pero a veces simplemente quiero sentir el dolor y no hacer nada. Tan solo acostarme y dejar que me envuelva como un manto de pesadez y melancolía. Hace meses que mi vida diaria es así, y cada vez me siento más inútil.
Me levanto de la cama y miro por la ventana. La gente camina y habla, ríen y se miran. Me paro a observar a la pareja de la cafetería de enfrente. Ella es alta y muy guapa, el largo pelo platino le cae por la espalda haciendo de cortina, al contrario del mío, media melena marrón con revoltosos rizos. No para de mirar fijamente a los ojos del chico, él le devuelve la mirada y sus comisuras se tuercen hacia arriba. Ella le toca el hombro y se acomoda en la silla. Él le toca la pierna y le susurra algo. Ella se ríe a carcajadas y se besan. Se funden en un largo beso protagonista de todas las miradas de la calle, especialmente de la de la ventana del quinto. Paro de pensar en ellos, no tengo por qué hundirme más, y menos por culpa mía, por decisión propia. Decido salir a desayunar antes de poder seguir comiéndome la cabeza, destrozándome un poco más.
Doy unos pocos pasos antes de escuchar la voz de mi padre en el comedor:
- ¿Se ha despertado ya? Como no se levante pronto vamos a llegar tarde al grupo de terapia.
- Creo que sigue dormida. Mira que le tengo dicho que se ponga el despertador cuando tenga cosas que hacer. Siempre igual, a ver cuando madura de una vez para no tener que estar detrás suya todo el rato -la voz de mi madre resuena en la habitación. Me tengo aprendidas de memoria cada una de esas palabras.
Me apoyo en la pared a escuchar mientras jugueteo con mi camiseta. Me viene grandísima, se la robé a mi padre hace un año y decidí no devolvérsela. De repente noto el frío parquet bajo mis pies y me empiezo a mover hacia la habitación a por calcetines cuando vuelvo a escuchar la voz de mi padre.
- Estoy preocupado, Marina -su voz empieza a romperse, como cuando me cantaba nanas de pequeña -. ¿Es culpa nuestra?
- Claro que no... espero... supongo. No lo sé, Manu. Me siento una inútil, cómo si no hubiera nada que pudiera hacer.
Su voz se rompe y mis labios tiemblan. Quiero decirle que no es inútil, que la inútil soy yo, que puede que no haya sido la mejor madre de todo el universo, pero que sí ha sido la mejor madre de mi pequeño mundo.
- Lo sé, yo siento lo mismo, pero quiero creer que no hicimos nada para impedirlo porque no era posible -mi padre se recuesta en la nevera y me escondo un poco más en el pasillo para que no pueda verme.
- Podríamos... podríamos habernos dado cuenta de todo, no sé, podríamos haber hecho algo.
Escucho como mi madre sorbe y en ese momento tengo claro que está llorando, por mí. No sé cómo reaccionar. La culpabilidad inunda mi cuerpo y el odio hacia mí misma se hace protagonista. Espero un par de minutos para,
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Al borde del amanecer.
Teen FictionKenna sufre depresión y está enamorada del cine. Respira, sufre, quiere, llora, vive.