Llego a casa y veo a mis padres esperándome en el salón. No quiero hablar con ellos, no quiero escucharlos. Intento ir rápida a mi habitación sin que sepan que he llegado. Pero aunque rezo a un dios inexistente para que no me escuchen, al pasar por la puerta oigo la voz de mi padre:
- ¡Kenna! -se levanta rápidamente del sillón y se acerca a mí. Detrás de él le sigue mi madre, implacable-. ¿Qué has hecho? ¿A dónde has ido?
Sus ojos brillan de rabia, y noto sus labios temblar. Sólo quiero irme de aquí. No quiero explicarles nada, no lo entenderían. Mi madre me mira con expresión vacía. Tiene los brazos cruzados y la mirada perdida en mí.
- No quería ir a terapia -mi voz sale en un susurro, intentando mantener la compostura.
- ¡Eso no es una excusa! -mi madre explota.
Su piel se vuelve de un color rojizo y parece que sus ojos se van a salir de sus órbitas. Se acerca intimidante y me mira con decepción e ira.
- ¡Lo hacemos todo por ti! Te compramos la medicación, te pagamos las terapias, te tratamos de la mejor forma posible, ¿y tú qué haces por nosotros? -mi padre se acerca y le toca el hombro de manera tranquilizadora-. ¡Estoy harta! No puedo más, no puedo más...
- ¿No puedes más? No te hagas la víctima mamá, a ti no te pasa absolutamente nada. Soy yo quien está deprimida, soy yo quien odia su vida, soy yo la enferma estúpida que no hace nada para curarse. Lo sé, sé que os esforzáis por cuidarme, por mantenerme a salvo de todo. Pero ha pasado, y lo siento, siento no haceros la vida lo más fácil posible, siento ser una carga para vosotros. Lo siento mucho.
Mis ojos se humedecen y noto como exploto. Las lágrimas caen y no dejan de salir. Un sollozo sale de mi garganta y no puedo parar. Me siento y me dejo comer por el dolor. No intento parar, no intento mejorar o sentirme mejor, me abandono a él. Mi madre se sienta en el sillón del lado opuesto de la habitación, ausente de la situación. Mi padre intenta tranquilizarme, pero yo sólo puedo pensar en mí, en cómo me siento, en cómo soy, en cómo trato a la gente, en cómo le hago daño. Me fijo en mi madre, veo su mirada perdida en la sala y sus manos nerviosas. Soy yo. Soy yo la culpable de todo. Me levanto de repente y salgo corriendo hacia mi habitación.
- ¡Kenna!
Me encierro en ella. Lloro, sollozo, me rompo. Me odio. El dolor empieza a reaparecer y domina mi pecho por completo. No quiero nada de esto, no quiero sufrir, no quiero tener que refugiarme en mi cuarto para sentirme a salvo.
- ¡Kenna! ¡Abre, vamos a hablar!
"A él también le haces daño. Seguro que te odia. Seguro que te odia todo el mundo."
- ¡Por favor, Kenna!
Noto un vacío en el pecho y no puedo respirar. No puedo respirar del todo. No siento el aire entrar en mis pulmones, no llega. Y de repente no entiendo nada. Me parece todo una tontería. Una gran tontería, yo la primera de este estúpido universo. No entiendo a mis padres, no entiendo que existan, que exista cualquier persona. ¿Por qué me tengo que comportar de esta manera?
- Cariño, habla con nosotros.
"Seguro que ella desea que no hubieras nacido nunca. Sólo haces que se preocupe, que sufra por ti." No sirvo para nada. Y me duele tanto.
Me levanto de la cama y me dirijo al escritorio. El nudo en mi garganta se intensifica y mis manos tiemblan. Cojo el sacapuntas y le quito la cuchilla. Saboreo el sabor dulce de las lágrimas, o salado, no sé. Noto el suave tejido del algodón al levantar la manga y cierro los ojos. No escucho a mis padres, solo mi respiración. Presiono la parte cortante sobre mi muñeca y la arrastro por mi piel. La sangre sale poco a poco y noto como me duele. Me duele en el pecho. Hacerme daño. Mi cuerpo se llena de vergüenza y de decepción. Me miro al espejo y fijo mi mirada en los ojos. Están sin brillo, vacíos. Miro a mi muñeca y puedo ver todos los cortes. Las cicatrices de antiguos sentimientos. De malas decisiones. Y me doy asco.
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Al borde del amanecer.
Teen FictionKenna sufre depresión y está enamorada del cine. Respira, sufre, quiere, llora, vive.