Monteros

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Un joven vestido de negro y azul corre. Corre muy rápido entre los árboles de un bosque en la oscuridad de la noche. De fondo se escucha su agitación junto a sus pisadas rápidas al suelo lleno de hojas y ramas caídas mientras murmuraba.
¡Tengo que llegar! ¡Tengo que llegar!
Toma con fuerza un dije que cuelga en su cuello presionando contra su pecho. Este se ilumina, y de golpe se ve una cueva a lo largo del camino. El joven corre con más fuerza. Pero lo detienen. Unas pinzas de metal lo toma de la pantorrilla izquierda. La trampa del oso lo quiebra y desgarra toda su piel haciendo que caiga de lleno al suelo.
¡Ahhggg!
El se queja y a la vez intenta zafarse del agarre de la trampa. Pero lo único que logra es que se entierre más en su piel y que pierda mucha sangre. A lo lejos se escucha perros, perros de caza junto a un grupo de personas que alumbraban con desesperación las copas de los árboles como también el suelo buscando a alguien.
De golpe un grupo aparece saliendo sigilosamente rápidos de la cueva frente al muchacho que antes estaba lejana. El grupo se divide en dos. Uno forma una cadena donde cada chico a cada lado abraza un árbol haciendo por lo que se vé un escudo. Un aura en tonos celestes y lilas se expanden sobre ellos protegiéndonos. Mientras el otro grupo intentan destrabar la trampa de oso queriendo evitar el desangre del muchacho herido que ya estaba pálido y temblando. Uno de ellos despliega una camilla a su lado, lista para transportarlo.

El sentir el movimiento al estacionar del colectivo me despertó. Era normal para mí soñar cosas raras, aunque en esta ocasión, el lugar al que había llegado era el mismo con el que había soñado, provocando en mí un dolor en mi pecho.
Estaba lloviendo cuando mi padre vino a recogerme a la estación de colectivos. Al bajar de este, cerré los ojos y dejé que el viento suave del cierzo acariciara mi pelo refrescando mis mejillas enrojecidas por el llanto. Un olor a madera y tierra mojada me dió la bienvenida. A pesar de la fina lluvia y del tiempo demasiado helado para la época siendo principios de enero. La fría acogida de aquel lugar me pareció incluso más cálida que la despedida de casa.
¿Qué tan mal viajaste, hija?
Esperé en vano la sonrisa burlona con el gesto cariñoso que él solía tener en estás ocasiones a lo que tardé unos segundos en darme cuenta que mi padre no bromeaba. Solo había constatando un hecho: mi aspecto era espantoso.
Hacía días que apenas probaba un bocado y llevaba semanas que lloraba sin tregua. La idea de refugiarme en aquél pueblo de la sierra no había sido mía. Sencillamente, no tuve otra opción. Tras la muerte de mi abuelo, cuatro meses después de que mi madre esté casi tan ausente en casa gracias a su novio, quien se había instalado en nuestro hogar, no hacía más que sentirme muy sola en este mundo. No tenía a dónde ir. Al menos yo sola. Necesitaba sanar todas mis heridas. Y me lamentaba mucho no poder traer a mi hermana, mi madre no me dejó traerla conmigo. Por lo que viajé sola a un pueblecito de Tucumán.
Apenas nos conocimos con la pareja de mi madre, pero yo sabía que era un mal tipo. No soportaba verlo y aprovechando que ya era mayor decidí irme con mi hermana, pero no me dejaron. Ella era menor y estaba a cargo de mi madre por lo que tenía que quedarse con ella hasta cumplir sus dieciocho años. Faltaba un año para eso. Por lo que no me quedó más remedio que venir sola aquí, puesto que yo si era mayor ante la ley.
Mi madre nunca fue mala madre, de eso no tengo ninguna duda. Aunque si comete muchos errores cuando se trata de "él". Y lamentablemente, no estoy lo suficientemente bien de mi cordura como para soportar toda esta situación. Mientras observaba la ruta por la que conducía mi padre me pregunté si había hecho bien en tomar mi distancia. Después de lo de Flor, yo había quedado muy afectada.
Me detuve a mirarlo por un momento, su semblante malhumorado me dio a entender que no estaba muy conforme con mi llegada. O al menos por como yo vine de improviso y que mi hermanita se había quedado. Él no estaba al tanto de lo que ocurría en casa. Mucho menos conmigo. Exiliarse era mi mejor opción. Todo me traía recuerdos malos y tristes, tanto que no me dejaban ver los buenos y felices. Tenía que ser fuerte, ser valiente, pero mi seguridad estaba en peligro. No quería ver la cara lastimera de los vecinos, los chismes corrían rápido en San Telmo. Si, aún viviendo en CABA los comentarios de la gente corrían por todos lados. Así que ir a Monteros era mi salvación. No los culpo. Perder a seres muy queridos de una forma trágica y con tan poca diferencia es algo que toca el corazón de cualquiera.
Después del fallecimiento de mi abuelo Armando, mi padre se mudó de inmediato a Tucuman. Estoy segura de que no soportaba ver a la mujer que tanto amo con otro y pasar solo su pérdida y dolor.
En las trece horas que duró mi viaje hice memoria de los veranos en el pueblo de mis abuelos paternos. Él vivía en todos y cada uno de ellos. Eran imágenes poco precisas, yo era muy pequeña por aquel entonces. También traté de imaginarme como sería Monteros en la actualidad. Hacía ya más de diez años que no pisaba sus calles empedradas y sus bosques de predios verdes con un tinte a selva.
Desde el momento en que el colectivo dejó la ruta para adentrarse en las calles que serpentean antes por los pueblos del jardín de la república, me sentí extrañamente reconfortada. Unos altísimos pinos qué flaqueaban en la estrecha ruta por ambos lados. De alguna manera, note la presencia de mi abuelo en aquel paisaje, como si su alma estuviera allí para recibirme.
Evoque su dulce sonrisa de los buenos tiempos, cuando las cosas aún estaban bien y las preocupaciones no se la habían borrado de su bello rostro. El asiento vacío a mi lado me hizo comprender lo sola que estaba. ¡Me hubiera encantado que Patito me acompañara en este viaje!
Mis dedos jugueteaban con el colgante que conservaba de ella; una cadena de oro con un dije de sol para mí que mi abuelo nos entregó a cada una de nosotras. Mi hermanita tenía otra solo que con una luna. Ella era el sol y yo la luna. Recordé el momento en que me lo había entregado y abrochado al cuello. No me lo había sacado desde entonces. Al llegar, tuve la impresión de haber hecho un viaje al pasado. Monteros parecía haberse quedado en el tiempo. Las casas de piedra gris y muchas hechas de adobe con tejados rojos y otros de cañas, sus dobles puertas con ventanas de color verde muy al estilo "Casita de Tucuman" forman una estampa muy distinta a la pequeña ciudad que había dejado atrás la noche anterior. Alcé los ojos hasta el campanario de la Iglesia que se veía desde lo lejos, al fondo las montañas verdes lucían sus curvas llenas de un gran bosque selva.
En la estación de colectivos estaba esperándome mi padre. Supe al instante que era él. No había nadie más en aquella plaza. Tras su desconcertante frase de bienvenida, tomó una de mis mochilas y me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera mientras me rodeaba con uno de sus brazos. Di por hecho que íbamos a su casa, nos acercamos a su renault doce azul y nos subimos al auto una vez dejada mis mochilas en el baúl. No sabía a dónde nos dirigimos, tampoco me importaba, estaba muy cansada.
Me sorprendió cuando salimos de la pequeña ciudad en dirección al monte por una ruta pequeña cuesta arriba. A las afueras, me fijé en un cartel que indicaba un lugar de producción de frambuesas y apicultura. Sabía por mi abuelo que la miel se producía desde hacía tiempo por los lugareños, los cuales también producían sus famosas Masas Árabes artesanales, de las que mi abuela era fanática. Al igual que yo. Cómo así también las nueces de las cuales él cosechaba dentro de sus campos. Él tenía colmenas en la propiedad, se dedicaban al suministro de miel y mermelada ecológica/orgánica a varios puntos de la región.
A medida que ganábamos altura, el paisaje se tornaba más exuberante. Llevándonos a un extenso bosque de helechos y pinos selváticos verdes que se unían en ocasiones a pequeños robles y árboles frutales, cuyas hojas verdes resplandecientes inundaban el monte de colores vivos como todo en verano.
Reconocí en ellos, el escenario de los cuentos y leyendas nórdicas que me contaba mi madrina. Esas hadas que a ella le encantaba. Durante unos segundos creí incluso que algunas de ellas o duendes de los árboles saldrían a buscarme para salir de la realidad. Aparte la mirada de aquel paraje y la enfoque unos segundos en mi padre. Había algo en él que me preocupaba. Conducía con el ceño fruncido y la boca apretada. No tenía más de cincuenta años, pero su camisa de franela a cuadros, su remera blanca y pantalones de gabardina azul le daban unos cuantos años más. Aquel silencio incómodo me forzó a decir algo amable. El cielo se había vuelto negro.

La Hija de AfroditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora