Capítulo XLII

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Otra corta visita a Harley Street, en la cual Elinor recibió las felicitaciones de su hermano por viajar hasta Barton sin incurrir en ningún gasto y por el hecho de que el coronel Brandon podría seguirlas a Cleveland en uno o dos días, completó el contacto de hermano y hermanas en la ciudad; y una débil invitación de Fanny a que fueran a Norland siempre que llegaran a pasar por ahí, que de todas las cosas posibles era la menos probable, junto a una promesa más cálida, aunque menos pública, de John a Elinor respecto de una pronta visita a Delaford, fue todo lo que se dijo respecto de un futuro encuentro en el campo. 

Divertía a Elinor observar que todos sus amigos parecían decididos a enviarla a Delaford, de todos los lugares, precisamente el que ahora menos querría visitar o el último en que desearía vivir; pues no sólo su hermano y la señora Jennings lo consideraban su futuro hogar, sino que incluso Lucy, al despedirse, la invitó insistentemente a que la visitara allí. 

En los primeros días de abril, y en las primeras horas de la mañana, aunque tolerablemente temprano, los dos grupos, provenientes de Hanover Square y de Berkeley Street, salieron desde sus respectivos hogares para encontrarse en el camino, según lo habían convenido. Para comodidad de Charlotte y de su hijo echarían más de dos días en el viaje, y el señor Palmer, moviéndose de manera más expedita con el coronel Brandon, se les uniría en Cleveland poco después. 

Marianne, aunque escasas habían sido las horas gratas pasadas en Londres y ansiosa como estaba desde hacía tanto por alejarse de allí, llegado el momento no pudo evitar una gran pena al decir adiós a la casa donde por última vez había disfrutado de aquellas esperanzas y aquella confianza en Willoughby que ahora se habían apagado para siempre. Tampoco pudo abandonar el lugar en que Willoughby se entregaba a nuevos compromisos y a nuevos planes en los que ella no tendría parte alguna, sin derramar copiosas lágrimas. 

La satisfacción de Elinor en el momento de la partida fue más real. Nada había en Londres que entretuviera sus pensamientos y permaneciera en sus recuerdos; a nadie dejaba atrás de quien separarse para siempre le significara ni un instante de pena; le alegraba liberarse de la persecución de la amistad de Lucy; estaba agradecida por alejar de allí a su hermana sin que se hubiese encontrado con Willoughby desde su matrimonio, y tenía puestas sus esperanzas en lo que unos pocos meses de tranquilidad en Barton podrían hacer para devolver la paz de espíritu a Marianne, y afianzar la suya propia. 

El viaje transcurrió sin contratiempos. El segundo día los llevó al querido, o repudiado, condado de Somerset, que así aparecía por turnos en la imaginación de Marianne; y en la mañana del tercer día llegaron a Cleveland. 

Cleveland era una casa amplia, de moderna construcción, ubicada en la pendiente de una loma cubierta de pasto. No tenía parque, pero los jardines de agrado eran de buen tamaño; y como cualquier otro lugar de la misma importancia, tenía su monte bajo y su alameda; por un camino de grava lisa que circundaba una plantación se llegaba al frontis de la casa; el césped estaba salpicado de árboles; la casa misma se erguía al amparo de abetos, serbales y acacias, y todos juntos, entreverados con altos chopos lombardos, formaban una espesa barrera que ocultaba la vista de las dependencias. 

Marianne entró en la casa con el corazón henchido de emoción por saberse a solo ochenta millas de Barton y a no más de treinta de Combe Magna; y antes de haber estado quince minutos entre sus muros, mientras los demás ayudaban a Charlotte, que deseaba mostrarle el niño al ama de llaves, salió de nuevo, escabulléndose por los sinuosos senderos entre los arbustos que recién comenzaban a reverdecer, para alcanzar un montículo distante; y allí, desde un templete griego, su mirada, recorriendo una amplia zona de campiñas hacia el sudeste, pudo posarse tiernamente en las lejanas colinas recortadas contra el horizonte e imaginar que desde sus cumbres se alcanzaría a ver Combe Magna. 

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