Por inexplicables que le parecieran a toda la familia las circunstancias de su liberación, lo cierto era que Edward era libre; y a todas les fue fácil predecir en qué ocuparía esa libertad: tras experimentar los beneficios de un compromiso imprudente, contraído sin el consentimiento de su madre, como lo había hecho ya por más de cuatro años, al fracasar ese no podía esperarse de él nada menos que verlo contrayendo otro.
La diligencia que debía cumplir en Barton era, de hecho, bastante simple. Solo se trataba de pedirle a Elinor que se casara con él; y considerando que no era totalmente inexperto en tales cometidos, podría extrañar que se sintiera tan incómodo en esta ocasión como en verdad se sentía, tan necesitado de estímulo y aire fresco.
No es necesario, sin embargo, contar en detalle lo que tardó su caminata en llevarlo a tomar la decisión adecuada, cuánto demoró en presentarse la oportunidad de ponerla en práctica, de qué manera se expresó y cómo fue recibido. Lo único que importa decir es esto: que cuando todos se sentaron a la mesa a las cuatro, alrededor de tres horas después de su llegada, había conseguido a su dama, había logrado el consentimiento de la madre, y era el más feliz de los hombres. Y ello no solo en el embelesado discurso del enamorado, sino en la realidad de la razón y la verdad. Ciertamente su dicha era más que la común. Un triunfo mayor que el corriente en los amores correspondidos le henchía el corazón y le elevaba el espíritu. Se había liberado, sin culpa alguna de su parte, de ataduras que por largo tiempo lo habían hecho infeliz y lo habían mantenido unido a una mujer a quien hacía mucho había dejado de amar; y, de inmediato, había alcanzado en otra mujer esa seguridad por la que debió desesperar desde el mismo momento en que la había empezado a desear. Había transitado no desde la duda o el suspenso, sino desde la desdicha a la felicidad; y habló del cambio abiertamente con una alegría tan genuina, fácil y reconfortante como nunca le habían conocido antes sus amigas. Le había abierto el corazón a Elinor, le confesó todas sus debilidades y trató su primer e infantil enamoramiento de Lucy con toda la dignidad filosófica de los veinticuatro años.
—Fue un apego tonto y ocioso de mi parte —dijo—, consecuencia del desconocimiento del mundo... y de la falta de ocupación. Si mi madre me hubiera dado alguna profesión activa cuando a los dieciocho años me sacaron de la tutela del señor Pratt, creo... no, estoy seguro de que nada habría ocurrido jamás, pues aunque salí de Longstaple con lo que en ese tiempo creía la más invencible devoción por su sobrina, aun así, si hubiera tenido cualquier actividad, cualquier cosa en que ocupar mi tiempo y que me hubiera mantenido alejado de ella por unos pocos meses, pronto habría superado esos amores de fantasía, especialmente si hubiera compartido más con otras personas, como en ese caso habría debido hacerlo. Pero en vez de emplearme en algo, en vez de contar con una profesión elegida por mí, o que se me permitiera elegir una, volví a casa a dedicarme al más completo ocio; y durante el año que siguió, carecí hasta de la ocupación nominal que me habría dado la pertenencia a la universidad, puesto que no ingresé a Oxford sino hasta los diecinueve años. No tenía, por tanto, nada en absoluto que hacer, salvo creerme enamorado; y como mi madre no hacía del hogar algo en verdad agradable, como en mi hermano no encontraba ni un amigo ni un compañero y me disgustaba conocer gente nueva, no es raro que haya ido con frecuencia a Longstaple, que siempre sentí mi hogar y donde tenía plena seguridad de ser bienvenido; así, pasé allí la mayor parte del tiempo entre mis dieciocho y diecinueve años. Veía en Lucy todo lo que hay de amable y complaciente. Era bonita también... al menos eso pensaba yo en ese tiempo; y conocía a tan pocas mujeres que no podía hacer comparaciones ni detectar defectos. Tomando todo en cuenta, por tanto, creo que por insensato que fuera nuestro compromiso, por insensato que haya resultado ser después en todo sentido, en ese tiempo no fue una muestra de insensatez extraña o inexcusable.
Era tan grande el cambio que unas pocas horas habían producido en el estado de ánimo y la felicidad de las Dashwood, tan grande, que no pudieron menos que esperar todas las satisfacciones de una noche en vela. La señora Dashwood, demasiado feliz para lograr alguna tranquilidad, no sabía cómo demostrar su amor a Edward o ensalzar a Elinor suficientemente, cómo agradecer bastante su liberación sin vulnerar su delicadeza, ni cómo ofrecerles oportunidad para conversar libremente entre ellos y al mismo tiempo disfrutar, como era su deseo, de la presencia y compañía de ambos.
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Sentido y sensibilidad
RomanceEn Sentido y sensibilidad, Jane Austen explora con sutileza e ironía las opciones de la mujer en una sociedad rígida, donde el éxito o el fracaso dependen de la elección del marido. La historia se centra en dos hermanas, Elinor y Marianne, cuyas per...