Capítulo XXXII

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Cuando la señorita Dashwood dio a conocer en detalle esta conversación a su hermana, como lo hizo con gran prontitud, el efecto que tuvo en esta no fue por completo el que la primera había esperado. No fue que Marianne pareciera desconfiar de la autenticidad de lo relatado, pues a todo prestó la más tranquila y dócil atención, no objetó ni comentó nada, en ningún momento intentó justificar a Willoughby, y con sus lágrimas pareció mostrar que sentía imposible cualquier justificación. Pero aunque posteriormente su comportamiento le dio a Elinor la certeza de que sí había logrado convencerla de la culpabilidad del joven; aunque complacida pudo ver que, como consecuencia, Marianne ya no evitaba al coronel Brandon cuando las visitaba, conversaba con él, e incluso hasta por iniciativa propia, con una especie de compasivo respeto, y aunque la veía de un ánimo menos exasperadamente irritable que antes, no la veía menos desdichada. Su mente estaba estable, pero se había establecido en un sombrío abatimiento. Le dolía más la pérdida de la imagen que tenía de Willoughby que el haber perdido su amor; el que hubiera seducido y abandonado a la señorita Williams, la miseria de esa pobre niña y la duda en torno a lo que alguna vez pudieron haber sido los propósitos del joven hacia ella misma, todo ello la agobiaba de tal manera que no podía allanarse a hablar de lo que sentía ni siquiera con Elinor; y con su callado ensimismamiento en sus penas, hacía sufrir a su hermana más que si le hubiera abierto su corazón hablándole una y otra vez de ellas. 

Relatar lo que sintió y dijo la señora Dashwood al recibir y responder la carta de Elinor sería tan solo repetir lo que sus hijas ya habían sentido y dicho; una desilusión apenas menos dolorosa que la de Marianne, y una indignación mayor aún que la de Elinor. Una tras otra les hizo llegar largas cartas, en las que les hablaba de su dolor y de lo que pensaba; expresaba su ansiedad y preocupación por Marianne y la llamaba a soportar con entereza su desgracia. ¡Terrible debía ser en verdad la aflicción de Marianne, cuando su madre podía hablar de entereza! ¡Qué vejatorio y humillante debía ser el origen de sus lamentos, para que la señora Dashwood no quisiera verla abandonándose a ellos! 

En contra de sus propios intereses y conveniencia, la señora Dashwood había decidido que, en ese momento, convendría más a Marianne estar en cualquier lugar menos en Barton, donde todo lo que su vista alcanzaba le recordaría intensa y dolorosamente el pasado, al hacerle presente en todo momento a Willoughby tal como allí lo había conocido. Así, les recomendó a sus hijas que por ningún motivo acortaran su visita a la señora Jennings, pues aunque nunca habían fijado con exactitud su duración, todos esperaban que abarcaría al menos cinco o seis semanas. Allí no podrían eludir las distintas ocupaciones, los proyectos y la compañía que Barton no les podía ofrecer y que, según esperaba, podrían de vez en cuando lograr que Marianne, sin darse cuenta, se interesara por algo más allá de ella misma e incluso se divirtiera un poco, por mucho que ahora rechazara desdeñosamente ambas posibilidades. 

En cuanto al peligro de encontrarse de nuevo con Willoughby, su madre pensaba que Marianne estaba tan a salvo en la ciudad como en el campo, dado que nadie entre quienes se consideraban sus amigos lo admitiría ahora en su compañía. Nadie, intencionalmente, haría que se cruzaran sus caminos; por negligencia, nunca estarían expuestos a una sorpresa; y el azar tenía menos oportunidad de ocurrir entre las multitudes de Londres que en el aislamiento de Barton, donde podría imponerle a ella la presencia del joven durante la visita de este a Allenham con ocasión de su matrimonio, un hecho que la señora Dashwood había considerado en un principio como probable, y que ahora había llegado a esperar como cierto. 

Tenía aún otro motivo para desear que sus hijas permanecieran donde estaban: una carta de su hijastro le había comunicado que él y su esposa estarían en Londres antes de mediados de febrero, y ella consideraba correcto que vieran de vez en cuando a su hermano. 

Marianne había prometido dejarse guiar por la opinión de su madre y se sometió entonces a ella sin objeciones, a pesar de ser por completo diferente a lo que ella deseaba o esperaba y aunque la creía un perfecto error basado en razones equivocadas; un error que, además, al demandar de ella la permanencia en Londres, la privaba del único alivio posible a su miseria —la íntima compasión de su madre— y la condenaba a una compañía y a situaciones que le impedirían conocer ni un solo momento de paz. 

Sentido y sensibilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora