Parte final - Despiértame.

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Memorias de una larga vida.

Más de cuarenta años después del matrimonio de Volkov y Horacio.

Alexandra cierra el buzón de mensajes con un suspiro agarrotado. Su sentido del deber embebe sus pensamientos con una rapidez escandalosa, puesto que la hora de quedada repta en el reloj y ella ya va tarde.

Hace unas semanas, fue su cincuenta y cuatro cumpleaños. Más de medio siglo de primaveras que aún le cuesta asimilar a su persona. Su hermano pequeño, codueño de algunos de sus más (agri)dulces recuerdos de la infancia, ya cumplió cincuenta y dos y no sabe cómo sentirse al respecto. Siempre es complicado asumir que el pequeño de la familia nuclear ya no es tan pequeño.

Ha pasado tiempo, desde luego.

Agarra su chaquetón del perchero y se lo viste, cerrando bien las solapas y abrigándose como Dios manda, sin fugas ni adendas de ropa extras. Daniel y los niños deben de estar repasando su línea ancestral –la misma que la suya, ciertamente– ahora que el gélido arrimo del invierno relame el aroma de pinos y sargazo que se incrusta hasta en las esquinas más recónditas de esta ciudad. Es de agradecer que un rescoldo de naturaleza aún perdure a modo de oxígeno regurgitado de la madre tierra, sobre todo frente a la ácida boina de contaminación que gravita sobre los rascacielos de Los Santos.

El cielo gris, que recuerda a la capital, solloza un chispeo con ligero olor a petricor oxidado. Alexandra arruga la nariz desde el soportal, empujando la puerta con el viendo destronando su calor corporal. El más mínimo pliegue u orificio en sus ropajes recepciona el aliento invernal con una hospitalidad insultante.

Nunca le ha gustado el invierno. Ella siempre ha sido más de primaveras, de corrientes recargadas del jazmín de las noches y el tableteo de los carpinteros durante los días. Recuerda cómo Horacio la solía llevar de caminata los sábados al alba, junto a Daniel también, aprovechando el amable sol de las mañanas preveraniegas. Era tiempo de calidad en familia y un preludio a la llegada de Volkov en las tardes, después de rendir algún día no laboral para, así, tener libres los domingos con certeza. Supone que hay algo de nostalgia que despoja el desagrado de los madrugones y la pereza de los paseos, haciendo el rememorar un producto subjetivo que no se corresponde a lo mucho que le costaba, a su ella de quince años, salir de la cama a las nueve para andar la mañana entera. Envejecer conlleva este estado sempiterno de anhelo por tiempos ya pasados y corridos, normalmente idealizados debido a parte del olvido.

La cuestión es que este cielo, nuboso y entristecido, no es nada similar a aquel donde bruñía ese sol adolescente que recuerda con inmarcesible cariño. Un firmamento más azul que el mar Egeo y que vio nacer una dinámica que Alexandra añora cada día de su vida. Es retorcido y desalmado que uno no tome en cuenta esos detalles tan cotidianos y bellos hasta que ya no están más. La juventud parece estar programada para retener escasos detalles familiares que, una vez perdidos, se echan en falta cada día. Intenta ser resiliente, su vida de quinceañera no estuvo orillada a inmortalizar esos entrañables paseos, pero quién sabe... Quizá debería haberlo valorado más.

Entiende que el tiempo parece muy largo cuando aún se tiene toda la vida por delante, pero nada más avistar el vehículo negro de su hermano y los surcos que, como trazos en un papel, arrugan los contornos de los ojos aguamarina de Daniel, se da cuenta de que los años no son tan extensos como uno se espera. Su hermano pequeño, aquel que interpretó el musical del rey León vestido de Simba con apenas seis años, ahora tiene más de cincuenta. No sabe cómo sentirse al respecto.

Despertares - [Volkacio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora