La Tierra del Mar

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Parecía que no quedaba nadie más en el mundo. Nadie a quien sujetarse con la mirada, ni sentir en la distancia.

¿Cuán horrible podía ser aquella llanura en el fondo del mar, ahora sin luz, sin vida o color? Era como cualquier otra parte del oscuro océano.

A paso inseguro, Sía observó a todas las almas y acercó algunas que se habían separado mucho de las otras, intentando retrasar lo inevitable, pero Mérelin tomó el relevo de esta tarea, aunque acompañó a la princesa en su camino hacia el volcán.

—Yo estaré aquí. No me moveré—dijo.

Quedándose en la base, en lo que antes habían sido los límites del mercado, se despidieron como se siente al final de un sueño.

Sía se encaminó hasta Linda, flotando sobre simas y peñascos al rojo vivo que disolvían los lugares del antiguo reino que conocía.
Daba escalofríos solo de pensar en la fuerza de la Tierra y, ahora, tenía que enfrentarse a la entidad causante.

La montaña de fuego tenía los ojos clavados en ella, o eso sintió, en las marcas ausentes de los mismos. Linda parecía más grande que nunca. Contenía una nota gargantuesca, un rugido que resultaba, no obstante, mucho más calmado que al despertar, pero seguía cuajado de dolor y espanto.

Sía se elevó sin descanso, sus aletas dorsales extendidas como alas de ninfa.
Cara a cara con la montaña, cuanto más cerca de ella se encontraba, más insegura se sentía consigo misma. La tormenta había pasado, pero no creía estar preparada para algo que no sabía lo que era. No dijo nada en mucho tiempo, cuando al fin, estuvo frente a ella.

—¿Mamá...? —preguntó vacilante haciendo molinillos con los dedos. —No sé qué hacer ahora.

Ella era solamente un puntito cian en medio de la desolación. Roja era la luz de Linda, que parecía entreabrir su boca de fuego, confusa.

—Se me hace muy raro esto. Tengo mucho miedo—sollozó—. Más del que quiero reconocer. Pero no tienes por qué sentirlo tú. —Calló un momento, con tal de llorar, y se acercó un poco más a ella, reteniendo con todas sus fuerzas las ganas de ir nadando directamente a abrazarla. —Ya está, todo ha pasado. 

El rugido cesó, no al instante, sino como un motor que se apaga. El magma empezaba a retirarse hacia el interior del planeta, enfriándose en la superficie, dejando numerosos surcos en la tierra,  cavernas de gas al descubierto y el agua caldente.

—No puedo prometer que nunca volverá a pasar, pero si ocurre, lucharé como tú. Mejor que tú.

El rostro rocoso pareció entreabrir la boca de forma confusa. Sentían verse en ese fuego horrible pero creador.

—Linda, o mamá, por favor, duérmete ya. Duerme una vez más, no pasa nada. Nosotras estamos bien...

Sía no se daba cuenta, pero su propia voz estaba cambiando. Cada vez era más lenta, cada vez más segura, pero tan llena de amor como siempre. Su pelo, antes blanco, pareció absorber la poca luz que irradiaba el volcán, que creció y  se volvió rojo bermellón.

Hizo un tenue contacto con su mano en la roca. No lo pudo resistir, solapar su piel, con la roca candente. Quería tocarla. Necesitaba hacerlo. Y no la quemó.

Pero esto, no la sorprendió, porque no estaba pensando en si le haría daño.

—Te prometo que te protegeré. Te prometo que siempre estaremos juntas. Por favor, mamá, duerme. Ya ha pasado.

"¿Recuerdas cuando, hace mucho tiempo,
tú y yo vivíamos en una burbuja de mar
y con algas, medusas, corales y lampreas solíamos hablar?

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