Los peces en el río

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ERIKA

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ERIKA


—¡¿Pero se puede saber qué te has hecho en el pelo?!

Mi madre, que nunca levanta la voz, me mira con ojos como platos y, si fuese un poco menos estricta consigo misma y con la buena educación en general, posiblemente hasta me estaría señalando con el dedo allí, en mitad del bazar del barrio.

Yo le sonrío alegremente y la beso sonoramente en la mejilla, ignorando su cara de pasmo e indignación.

—¿A que está precioso? —Doy vueltas sobre mí misma y me toco el cabello, suave como la seda tras salir de la peluquería hace escasamente unos minutos, feliz con mi cambio de look.

—Pareces una abuela —se queja ella—. Con el pelo tan bonito que tienes, y vas y te lo estropeas de esa forma.

Pongo los ojos en blanco, pero, la verdad, me esperaba que dijera algo así. A mi madre los cabellos teñidos de colores no le han gustado nunca, y de blanco y gris, menos aún. Siempre se queja de esas «modas de estropearse el pelo, con lo bonito que es en el color natural», como ahora.

A mí, por descontado, me encantan.

El año pasado lo llevé varios meses de lavanda, aunque tuve que decolorármelo y se me estropeó bastante. Este año, en cambio, he querido algo especial, aunque posiblemente vuelva a acabar con el pelo estropeado durante unos meses.

Se acerca la Navidad, y siempre he querido teñírmelo de blanco desde que se lo vi a una chica en una foto de Pinterest. Así que esta mañana, en un impulso, le he dicho a Corita, mi peluquera habitual, que me lo hiciese.

Y ha quedado precioso, diga lo que diga la gente. O mi madre, en este caso.

—Exagerada. —La beso otra vez en la mejilla con un sonoro «muaks» y ella, con una sonrisa en los labios (le encantan mis muestras de afecto aunque nunca lo diga en voz alta) me espanta con una mano hasta que doy un paso atrás, riéndome—. ¿Qué estás buscando?

Miro a ambos lados. Estamos en mitad del pasillo de la cristalería del bazar de productos chinos del barrio.

Cuando la he llamado para ver dónde estaba y preguntarle si podíamos comer juntas, como solemos hacer, y me ha dicho que estaba aquí, en este preciso bazar, y que me acercara a recogerla para luego irnos juntas paseando, me he tenido que aguantar las ganas de reír.

Ambas sabemos que mi madre no es que quiera, precisamente, comprar nada en concreto. No es por eso por lo que viene a la tienda día sí y día también.

Mi mirada se desvía hacia el mostrador que se ve al final del pasillo, donde Mauricio Deer, el dueño del local, que además lo regenta junto a su hijo, tiene la mirada perdida en un libro abierto frente a él, aunque de vez en cuando alza la vista y mira a mi madre unos segundos, como si no pudiera evitar hacerlo.

Un Cambiante para NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora