Prólogo

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En la oscuridad de la noche tormentosa, dos siluetas negras se escabullían por las sucias callejuelas. Sus pasos apenas podían escucharse sobre los rugidos de los truenos y su única fuente de luz provenía de los ocasionales rayos que iluminaban el cielo.

Se acercaron silenciosos hasta una casa cuya ventana estaba abierta y la llama trémula de una vela, apostada en el marco, se mecía al viento sin llegar a apagarse. La figura más alta tocó la puerta de madera y esta se abrió con un particular chirrido. El rostro de una mujer apareció en el umbral, devastador y bello a la luz de un candil, su cuerpo envuelto en una mullida piel de animal; observó las figuras por un instante, sus ojos brillando con misterio y sosiego.

Con un gesto de asentimiento se hizo a un lado para dejarlos pasar y, mirando una vez más hacia afuera para asegurarse de que nadie observaba, cerró la puerta, dejando la tormenta detrás.

La sala era lo suficientemente amplia para albergarlos a todos juntos sin estar muy apretados, pero aún así, la mujer tuvo que tocar a la alta figura con sus manos para que le dejara pasar. Una vez frente a frente, la mujer tomó asiento a la luz cálida de las velas, su pecho adivinándose bajo las telas del camisón de noche.

—He de admitir que su mensaje me ha tomado por sorpresa, señor —Dijo, en una voz suave, endulzada de un tinte viejo y sabio—. No esperaba que alguien de su posición solicitara mis servicios. Menos que trajera compañía.

Sus ojos fueron a la figura encapuchada más baja, unos ojos cautelosos en la oscuridad. El otro se interpuso entre las dos y dejó caer la capucha empapada, su apuesto rostro lleno de gotas de lluvia. La mujer le observó, un poco complacida por su apariencia y sobreprotección.

—Ha llegado a mis oídos la reputación de sus habilidades, madam.

Ella sonrió con conocimiento. Aquellos susurros solo llegaban a quien ella deseaba que llegaran, a quien su señor elegía. Había rumores muy interesantes por el pueblo bajo, rumores sobre una guerra.

—Será un honor ser de utilidad para usted, por el precio justo, Ser Criston Cole.

El hombre le dio un asentimiento solemne pero engreído.

—El pago no será un problema. Sin embargo, si esto es una artimaña...
—Jamás he estafado a nadie —Dijo ella, frunciendo el ceño—. No a menos que lo mereciera, claro está. Pero sirvo a un ser poderoso y eso no es una mentira. Dígame... ¿Qué es lo que busca, mi lord? ¿Cuál es el milagro que espera obtener?
—Buscamos una cura —Dijo entonces otra voz, la figura más pequeña asomándose detrás de Ser Criston. Los ojos rubí de la mujer se abrieron cuando la capucha quedó atrás y se encontró con un rostro grácil, un temple cauteloso pero firme. Gotas de agua adornaban hasta sus pestañas.
—Su majestad —Dijo, levantándose e inclinándose a la vez—. No esperaba...
—Por favor —Expresó la reina con urgencia—. Buscamos una cura para una herida...
—¿Qué clase de herida?

Alicent Hightower no creía en la magia, pero creía en los siete. Y si era su voluntad, está mujer iba a ayudarlos. Con decisión abrió su amplia capa, revelando a la mujer el preciado tesoro que escondía bajo ella. Un niño somnoliento, la mitad de su cara cubierta con una venda.

El chico apenas y podía mantenerse despierto, seguramente sedado con leche de amapola. Estaba igual de mojado que ambos, tiritando en pequeños espasmos. Sin embargo, el único ojo que se abría y cerraba, le hizo saber lo mucho que detestaba estar allí, en lugar de su cómoda cama.

La mujer se acercó a él, colocando una mano cálida en su mejilla. El chico le miró desafiante pero cansado, no podía tener más de diez veranos. Ella miró a la reina, pidiendo permiso, a lo que esta asintió. El joven príncipe volteó la cara cuando sus intenciones fueron claras, pero Alicent le tomó por los hombros para darle fortaleza, entonces ella comenzó a retirar la venda.

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