Capítulo IV: La voz de los dragones

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Todo era un borrón, una sucesión de imagen tras otra. Había rostros, muchos rostros. No estaba seguro de poder soportarlo por tanto tiempo. Se asemejaba a la primera vez, cuando caía al vacío y de pronto todo era dolor, fuego e imágenes.

Cuando se detuvo, vio el arciano, trozos del mismo árbol fundiéndose en el tiempo hasta que quedó en penumbras. Debajo de él había un niño, escondido entre sus viejas raíces. Estaba llorando desconsolado, cabello brillante bajo la luz de la luna llena. Este niño en particular detestaba llorar, solo lo hacía en ocasiones como esa, donde el castillo entero dormía y ni un alma podía escucharle.

Sus lágrimas eran gruesas, pesadas y sus sollozos rotos, amortiguados por sus brazos. Pudo sentir el vacío, el dolor y la traición que lo hacían llorar, tan fresca como en ese momento.

Pasó un momento en que deseó que la escena se fuera, se desvaneciera en la nada. Algo se movió en la periferia de su visión, asomándose detrás de un grueso pilar. Unos ojillos en la penumbra. La cabeza de otro niño salió a la luz de la luna y este se quedó mirando al otro con tristeza, culpa burbujeando en su corazón. Sus manos apretaron la columna, lágrimas empañando su visión, pero no se atrevió a hacerse notar.

"Lo siento mucho".

"Dime cómo puedo remediarlo. Dime qué puedo hacer".

"No debí hacerles caso, no debí creerles".

Sus pensamientos llegaron en una voz pequeña y llorosa. El otro niño seguía sollozando, ajeno a su presencia.

"Debes odiarme".

El más pequeño no tuvo el valor para acercarse, en cambio, se dejó caer detrás de la columna, escuchando y derramando lágrimas tibias que fueron a parar sobre sus brazos.

Esa noche, ambos niños lloraron el uno por el otro sin saberlo, él pudo verlos, tan opuestos como la luna y el sol, el oro y el bronce, la luz y la oscuridad.

Sus mundos separándose antes de colisionar.


***


Alicent estaba mordiéndose las uñas en ese desagradable hábito que siempre delataba su sentir. La falta de noticias sobre su hijo la estaba carcomiendo viva, la preocupación no la dejaba ni dormir, razón por la que tenía unas marcadas ojeras.

—Rhaenyra tiene que ver con esto —Dijo entonces, explotando ante su padre e hijo, que le miraron apenas. Había dicho hace un par de días lo mismo, pero ambos desestimaron el hecho ya que Aemond estaba con Vaghar, nadie en su sano juicio lo enfrentaría con ella. Salvo quizá Daemon—. Estoy segura de que ella lo tiene.

Otto meditó un segundo antes de hablar, sus manos cruzadas sobre la mesa.

—Si así fuera, ya hubiera enviado sus términos para un rescate.

Era lo más lógico, lo que ellos harían de darse la oportunidad.

—Podría estarlo torturándolo, lastimándolo. Intentando que nos pida que le cedamos el trono.

Aegon lució fastidiado.

—En ese caso, debe estar muerto —Dijo sin tacto, haciendo que su abuelo le mirara con desaprobación y su madre palideciera. El alcohol y el hecho de que ya era el rey (y por lo tanto lo necesitaban), le dieron el valor para seguir hablando—. Aemond jamás cedería. Y si fue tan estúpido para seguir al bastardo de mi hermana hasta Dragonstone, entonces no debemos pensar más en ello, fue su decisión, hasta ahí llegó su cordura.

—¡Aegon! —Exclamó Alicent, con lágrimas en los ojos.

—¿Qué, madre? —Dijo y su abuelo le advirtió con un gesto—. Tu perfecto Aemond siempre ha sido impredecible. A estas alturas no me sorprendería si incluso se hubiera cambiado de bando o abandonado Westeros para no tener que seguir siendo mi sombra.

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