Capítulo uno:

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Arde. Duele y aún así no me atrevería a quejarme; al contrario, tengo suerte de que no sea peor.

Música suena, voces se oyen a lo lejos con conversaciones dispersas que no logro del todo diferenciar debido a su amplio rango de temática. Pero sobre todo porque tampoco me estoy esforzando mucho en comprender.

Estoy cansado. No físicamente, no me he sentido tan relajado en años; quizá una mejor palabra sea aburrido, fastidiado o simplemente harto de estar internado en una sosa cama de hospital.

Quizá sería más interesante si fuera como en las series médicas donde uno está en su propia habitación, tiene su computadora consigo y puede avanzar sus proyectos mientras los médicos hacen lo suyo. Todo un capítulo de éxito con drama y romance, muy a lo "Grey's anatomy".

Pero no. Comparto espacio con otras tres personas que se encuentran igual de hastiados que yo. Tenemos pocas cosas con nosotros, no hay horario de visita debido a la maldita pandemia, y sufrimos cada uno nuestro propio portafolio de problemas.

Médicos, residentes, internos y estudiantes pasan todos los días a la misma hora por cada una de nuestras camas y hablan de nosotros en nuestra cara con términos clínicos que solo logramos entender a medias mientras solo los mayores muestran un brillo de compasión, comprensión o algo humano al dirigirse a ti.

Para los más jóvenes eres solo un caso más del libro, un hipotético, un ejemplo de alguien que compró cinco manzanas pero se comió dos y les toca a ellos averiguar cuál es el maldito problema que te impide entender que te quedan tres.

Somos ratas de laboratorio. Es frío, cruel.

O quizá sólo soy yo sintiendo la amargura de ser un chico de veintinueve años con un tumor en el cerebro cuya fuente están intentando averiguar para poder hacer algo al respecto.

Me observo en el pequeño espejo del baño y suspiro ante el cabello negro y la piel pálida del chico que me devuelve la mirada, notando la expresión contrariada de mis ojos y la fina línea en la que se han convertido mis gruesos labios debido a la furia que comienza a inundarme.

Quiero irme a casa, quiero estar tranquilo y vivir mi día a día de la manera sosegada en la que siempre he vivido hasta que encuentren respuestas, o por lo menos tener el drama interesante de ser un paciente terminal e ir a casa solo a disfrutar mis últimos días.

Sí, debería dejar de ver tanta televisión.

Pero no puedo. No voy a morir, se trata solo de un caso complicado, entreverado incluso debido a su repentina y caótica manifestación, perfecto para ser estudiado y que arruina por completo mi vida, pero nada fatal.

Es media noche y me siento un anciano renegón.

No tengo problemas de anemia severa con un dolor crónico en las extremidades debido a la Trombosis de mis brazos como el niño de doce años que lloraba la otra noche, ni un caso de pérdida de sensibilidad en las piernas debido a una fractura en la columna como el anciano en la cama consiguiente, no me estoy recuperando de un transplante de corazón como el paciente vecino a mi cama, y tampoco soy uno de los casos de cáncer generalizado.

Estoy bien.

Convulsiono a veces debido al tumor y por eso me mantienen internado para poder controlarme en caso vuelva a presentar un episodio como los dos previos. Pero estoy bien. Tranquilo.

Aburrido.

Y renegando como un anciano amargado.

—¿Por qué no estás durmiendo? —Escucho y siento mi cuerpo estremecerse ante la ya conocida voz, porque dios bendito cómo no hacerlo.

My Happy Ending [KaiSoo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora