6. Alicent

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La reina Alicent mordía sus uñas desesperadamente, iba de extremo a extremo de su habitación; su mente le recriminaba no haber sido firme. Se llevaron a sus cuatro hijos de su torre, a los únicos que eran netamente suyos. Su padre le ordenó ser una madre celosa, que no permitiera que sus hijos encontraran refugio o cariño en otros. Ellos debían tener solo a la reina, a su madre para amarlos y cuidarlos -para confiar y servir lealmente.

Sus hijos eran piezas valiosas para el juego del trono que su padre empezó, no podía simplemente permitirles que el falso interés de Rhaenyra los confunda. Ellos eran suyos para reclamar, la princesa Rhaenyra no tenía derecho de interponerse en la crianza que daba. No estaba en su lugar, no tenía a su padre y al miedo incesante de acabar aplastada por la gran rueda; no cuando se le perdonaba sus errores y la protegían -a pesar de deshonrar la casa Targaryen al parir cachorros bastardos, al fallar a su voto de fidelidad.

Eran dos madres totalmente diferentes.

La reina Alicent aplicaba la dureza e indiferencia para no ilusionar a sus hijos, para no verlos quebrarse -tal como le sucedió a ella. Prefería que crecieran rotos, que se aferraran al trono y el poder que lo acompañaba para que el mundo no los pisoteara. Porque eran los segundos hijos de un rey que poco o nada le importaba participar en sus vidas, no existían para su propio padre. No podían esperar la misericordia de otros, la calidez o amor genuino.

Ni siquiera el de ella.

Lo había reconocido una y otra vez frente al espejo, la vida le quitó su inocencia y calidez. Se acostumbró a las sonrisas falsas desde que se convirtió en reina, a ser llamada por las noches en la recámara real y entregarse a un hombre que amaba a su difunto esposa, a parir en soledad. Estaba vacía, sus hijos no merecían cargar con aquello. Pero lo poco que recordaba del amor y de la ilusión lo perdió con la princesa Rhaenyra, con la que alguna vez fue su mejor amiga.

La reina Alicent estaba avergonzaba, su inquietud no nacía por la desconfianza a la princesa. No lastimaría a sus hijos; distinto de lo que quisiera, su corazón aún era amado. Sus pequeños hijos estaban a salvo con Rhaenyra, incluso de ella misma. Sus lágrimas no tardaron en resbalar por las mejillas, en aparecer sus deseos de ir a acompañarlos y envolverse en ese genuino amor. Ansiaba rendirse, renunciar a este insensible dolor y rivalidad que la consumía. No soportaba ver a sus hijos en la deriva, saber que ella los arrojaba.

Ya estaba cansada de ser presa de la ambición de su padre, quería volver al lado de su mejor amiga y saber si aún tenía oportunidad de irse lejos con ella a comer pastel. Necesitaba volver a tomar su mano, regresarse a esos días en las que ambas se dieron tregua y rezaron juntas por la vida de su pequeño Aemond. Necesitaba su hombro, sus esperanzas y ese fuego que no se apagaba -pese a que la vida también le quitaba a los que quería.

Retrocedió siete años, miró en su reflejo y encontró a una Alicent joven y asustada -la misma que despidió a su padre Otto. Volvió a sentir el miedo de la soledad, del deber. Las palabras de su padre regresaron a su cabeza, no podía cegarse nuevamente y olvidar que el ascenso de Rhaenyra al trono siempre peligraría por sus hijos. Ellos representarían una eterna amenaza para la princesa, terminaría cediendo por cansancio o rencor.  No tenía permitido rendirse, sus hijos no estarían a salvo; y la piedad de la princesa no recaería sobre ellos.

Había sido mezquina con la princesa, pero su corazón no entendía razones. El gesto de Rhaenyra por llamar a sus hermanos a su torre también la confundía, la dejaba en un consumidor conflicto.

Dejó de ver a la Alicent joven por su verdadero reflejo, demacrado por la angustia. Cubrió el espejo, cayó de rodillas en el suelo. Su cabeza no la soltaba, sus miedos se enfrentaban con sus deseos de volver a brillar, de volver a ser querida. Porque era desgastante ser la que contrarreste el brillo de la princesa, la que deba vivir en la amargura del deber y la que siempre debe prestar sacrificios.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora