25. Maestre Marel

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El anciano se aferró a la lámpara de aceite, el viento golpeaba con fuerza a las ventanas. Se detuvo, observó cómo las gotas de lluvia formaban un aguacero en el patio. Su mirada se entristeció, su mente le trajo esos días de lluvia en los que los príncipes Targaryen y Velaryon se escapaban de sus doncellas para irse a mojar y chapotear en esos aguaceros. Jamás se preocuparon por enfermarse o por las riñas de sus madres, sabían que de resfriarse les esperaba tardes en el regazo de la princesa Rhaenyra, en donde la heredera al trono los consentía con leche tibia, el calor de una buena fogata en la chimenea y relatos narrados por su esposo Laenor -siempre que hayan acabado con los remedios que él personalmente preparaba.

Extrañaba esos días de lluvia, poder divisar la genuina alegría en sus príncipes Targaryen -en su príncipe Aemond. Que el recuerdo de esos días le hizo suspirar profundamente, sus esfuerzos y los de la reina Alicent por devolverles la emoción a los príncipes Targaryen fracasaron.

El príncipe Aemond dejó de sonreír, de tener ilusión alguna sobre sus días. Renunció a su inocencia, se dedicó a entender el arte de la guerra, a agudizar sus otros sentidos por la ceguera en su lado derecho y a superar a Ser Cole. Año tras año, el maestre Marel tuvo que ser testigo de cómo el combate se convirtió en el refugio del príncipe Aemond, en cómo su corazón se endurecía y su indiferencia se resaltaba por su poca verbosidad. El segundo hijo varón de la reina Alicent no volvió abrirse con él; si sufría o temía o si albergaba una pizca de esperanza, solo el príncipe Aemond lo sabía. Se aisló, se encargó de que el miedo que se sobreponía a su casta fuera fundamentado, se rumoreaba que carecía de piedad e incluso de caballerosidad -sus enfrentamientos y severidad con la que castigaba a los infames hacía temblar a la ciudadela.

Red Keep no tenía más a esos príncipes Targaryen que buscaban apartarse de la locura de su casa, que se ganaron la gracia de sus sirvientes y doncellas.

El príncipe Aegon igualaba a su hermano, retomó su cruda soberbia para humillar a sus coperos y escuderos. Se mofaba y despreciaba a aquellos que lo juzgaban, su espada se convirtió tan feroz como su pasión por el vino. No permitió que la reina Alicent luchara por él, rechazaba cada intento de la beta por devolverle el sentido de su vida. Estaba roto, herido y seguramente lleno de rencor por lo que se le quitó, que las calles de seda se volvieron su refugio del infierno del castillo.

Mientras que, el príncipe Daeron se mantenía en el punto medio de sus dos hermanos mayores. Su habilidad como espadachín era innegable, el poco respeto que la reina Alicent logró inculcarle le impedía ser otro petulante príncipe de la casa Targaryen. Emanaba la misma presencia intimidante como Aegon y Aemond, mas era considerado como el más cuerdo y digno de ser un caballero. Tal vez, porque su corazón no fue dañado y era joven. Lo cierto era que cualquier anhelo por el pequeño Velaryon con el que partió sus mejores momentos en su niñez era aplastado por sus constantes dudas sobre el pasado, su inquietante sospecha le impedía confiar en los que le rodeaba.

La única que logró mantener su dulzura y su ilusión fue la princesa Helaena, su corazón fue protegido recelosamente por la reina Alicent. El maestre Marel le daba crédito a esa victoria por el desinterés de Otto Hightower de lastimarla, a ella jamás la consideró como parte de su juego. No vacilaba en creer aquello, a la princesa Helaena se le permitió ser feliz -incluso ante el reclamo de sus hermanos, porque fue cortejada y esposa por la alfa Baela. El anciano lamentó que ese cortejo y boda no hayan sido suficientes para derrocar el muro que Otto Hightower construyó sobre sus nietos varones, para hacer que la heredera al trono volviera acercarse a ellos -a recuperarlos.

—Sé que llegará el día en el que su teatro caerá, una víbora no acabará con los dragones. —El maestre Marel susurró en promesa, el que la reina Alicent haya consentido la unión entre su hija Helaena y la princesa Baela era la prueba de que la beta aún confiaba en la heredera al trono. Había esperanzas, el anciano no pensaba soltarlas.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora