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Volví a casa con una muñeca abierta por culpa de la caída que Pandora había ocasionado. No pensaba que la gravedad del asunto fuera tan grande. 

No había visto nada, solo un par de luces encendidas a altas horas de la noche, pero Pandora se había asustado demasiado. ¿Qué la estarían haciendo en esa casa? ¿Por qué había reaccionado así? ¿Tendría algo que ver con su madre? 

Sacudí la cabeza y me levanté de entre toda aquella nieve, empapándome. Hice un rodeo a pesar de que el frío me calaba los huesos. Esperaba no enfermarme o mi hermano me echaría otra vez la bronca. No podría soportar otra de sus largas charlas recluido en la biblioteca durante dos horas enteras, sin parar de hablar. 

Así que procuré andar lo suficientemente rápido como para entrar en calor pero no como para correr. Entré por la parte trasera de la casa, sin que nadie me viera y me deslicé hasta mi habitación, con los zapatos mojados de la mano para no mojas el piso. 

Mis calcetines milagrosamente secos a pesar de lo que se habían mojado mis botas pisaron las mullidas alfombras de los pasillos de la planta de arriba hasta llegar a mi habitación. 

Me deshice de la ropa mojada y la dispuse en sillas en frente del fuego, mientras me calentaba a mi mismo andando de aquí para allá, cogiendo ropa nueva. 

Me puse una camisa limpia que olía a jabón y a ese saquito de plantas aromáticas con romero que le daba un suave olor a perfume a la ropa. 

Me vestí con unos pantalones algo viejos y un chaleco que a mi parecer, era el mas chillón que habían podido crear. Supongo que el violeta era un color chillón. 

Una vez que me cambié, cogí papel de carta y pluma. Comencé a escribir y a escribir llenándome los dedos de tinta. 

Tal vez mi amigo de la ciudad podría ayudarme. Tal vez todavía podía salvar a Pandora. 

Para cuando terminé la extensa carta de tres hojas escritas por ambas caras, me dolían los riñones y tenía las manos rígidas. 

Una de ellas, aquella con la que no escribía, la derecha estaba tan embotada que me costó unos segundos moverla. Había estado aferrándome a la mesa y notaba el crujir de los tendones. 

Soplé la tinta sobre el papel y tras un par de sacudidas en el aire, las doblé y las metí todas en el sobre. Le eché un poco de cera y sellé el papel con el anillo que llevaba en el dedo meñique. 

Antaño, solía escribir y escribir cartas a mi madre, cuando murió. Después, cuando lo hizo mi padre, dejé de hacerlo porque él siempre me decía que no quería que le escribiera cartas. Quería que siguiera estudiando si algún día él ya no estaba, y como era un asqueroso prepotente y maleducado, nunca lo hice. 

Aún en día me sigo negando a estudiar todos esos libros de aritmética y latín que se empeña mi hermano en que lea. A mi me interesa la poesía, el teatro, la pintura, los museos... 

Pero claro, no podía decirle eso porque para él, si eras un poeta es que estabas loco. "Llamamos arte todo eso que no entendemos y de alguna manera nos atrae" decía él. " y eso es estúpido e infantil". 

Y yo siempre le daba la espalda como un crío inmaduro y corría hasta mi habitación para seguir leyendo poesía. 

El crujido de la puerta me hizo espabilar y esconder la carta. Mis manos llenas de tinta se escondieron en los bolsillos de mis pantalones, adoptando una figura despreocupada. 

La cabeza azabache de mi hermano, ojos azules, piel cálida y mandíbula marcada de una forma atractiva pero ruda se deslizó por la rendija abierta de la puerta. 

El fuego de la chimenea jugaba con las sombras de su rostro. No me gustaba disponer de mas luz y eso también le molestaba. 

- Creía que sabías que ya no se te hace llamar para cenar. Hace tiempo que te esperamos. - me reprochó. 

- Perdonar mis malos modales, hermano. No tengo apetito. - me burlé. 

- Laurence... - me regañó. Sus ojos se desviaron al tintero y a los papeles desperdigados por la mesa, malos intentos de la carta original. - ¿Cuántas veces tengo que decirte que pares de escribir esas ridículas obras de teatro? Oh, espera, ¿es poesía? Dime que no lo es, te lo suplico. - dijo abriendo la puerta de par en par. 

Me quedé muy quieto en mi sitio. 

- No recuerdo haberte dejado pasar, Jonathan. - le reproché. 

- Laurence, intento... 

- Fuera de mi habitación. Vete a molestar a otro que no sea yo, o mejor, vete a ligotear con Mariah. ¿Qué hay de Evangeline? - le reproché. 

La cara de mi hermano fue tan desconcertante que me llenó de orgullo. Por fin había logrado dejarlo en mala posición. ¿Al parecer no era tan perfecto, no? 

- No te metas en mi vida privada, Laurence. - me amenazó. 

- No te metas tu tampoco en la mía. - le reproché. 

- Eres el menos indicado para hablar. Hemos tenido que pagar dinerales por silenciar a todas esas chicas. - me recordó. 

- Tu tampoco eres el mas indicado para hablar. ¿Llevas la cuenta o ya has besado a tantas que la has perdido? - le chinché. 

Y me arrepentí de inmediato de haberlo hecho. La decepción en el semblante de mi hermano fue mucho mas doloroso que el culetazo que había herido mi orgullo esta mañana. 

Abrió la boca para decir algo pero finalmente negó con la cabeza y calló. Tal vez me había pasado. Tal vez no debería haberla mencionado, de alguna extraña manera una especie de maldición se cernía sobre nuestra familia, condenados a quitarnos a todas aquellas mujeres que se apoderaban de nuestro corazón. Mi abuela, mi madre, Evangeline... 

Por eso no me había atrevido a intimar con nadie todavía. No me sentía capaz de pasar por lo mismo por lo que había pasado mi hermano. No soportaría que él me viera como yo le vi, tan deprimido, tan demacrado, tan desprovisto de esa vitalidad que tenía normalmente... 

Negué con la cabeza y desvié la mirada hacia la ventana. De nuevo esa ventana a lo lejos, iluminada. 

Me disponía a apartar la mirada cuando una figura pasó corriendo por ahí. Me fijé un poco mejor y descubrí que Pandora se había apoyado en la ventana y leía un libro de portada granate. Tenía el pelo todavía recogido en un bonito tocado que dejaba parte de sus rizos cayendo por sus hombros. Unos hombros que por cierto, no parecía querer ocultar. La fina bata del mismo color que mi chaleco, se deslizaba ligeramente por sus hombros, dejando al descubierto su piel. 

Su cabeza se giró hacia el interior, desviando la atención del libro. Sus largos y elegantes dedos dejaron el libro y corrieron las cortinas. 

La luz se apagó y con ella mis esperanzas de descubrir lo que fuera que pasara en aquella casa. Apagué el fuego y me acosté, todavía pensando en ese hombro pálido y redondo en el que resaltaba una bonita clavícula y muy probablemente unos lunares. 

Tenía algunos en el cuello y el rostro. 

Cerré los ojos y su rostro apareció en mi mente, tan claro que me tentaba a abrir los ojos para arrebatarme la ilusión. Tan claro como su piel. Pálida, perfecta, luminosa... 


The LadyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora