¿Qué es lo más aterrador que puedes vivir durante el apocalipsis?
¿La muerte? No, con eso convives todo el tiempo. ¿Los infectados? Tampoco, aprendes a escapar o pelear contra ellos.
¿Perder a quienes amas? Bingo.
¿Qué tanto estás dispuesto a sacrif...
Mientras la sangre brotaba de aquella herida realizada por un infectado hace ya un par de horas una fémina luchaba contra otro acechador a punto de transformarse en un temible chasqueador.
Los graznidos de aquél que alguna vez fue un humano la aterraban pero al recordar al pequeño por quien luchaba se las ingenió para encajarle una navaja que habían hecho con una tijera.
Y entonces el sonido abrumador de los chasqueadores acercándose los devolvió a la realidad. Fue una pésima idea haberse metido a ese lugar.
—Corre Takemichi —murmuró asustada, con la mirada pérdida en el oscuro pasillo de donde provenían los aterradores sonidos—… ¡Corre y busca ayuda!
Una pistola junto a varias municiones fueron dejadas en sus manos mientras el pequeño pelinegro lloraba en silencio. Ella solo pudo sonreírle en un vago intento por calmarlo, un intento que solo funcionó porque el niño había decidido ignorar a consciencia la enorme mancha rojiza que asomaba poco a poco en su camisa desde hacia rato.
—Te cubriré la espalda, usa todo lo que te enseñé, vive —bastó solo un leve empujón para que el pequeño de orbes azules como el mar comenzará a correr saliendo del edificio que la vegetación amenazaba con comer—… huye y no regreses…
Su súplica fue soltada al aire. Miró el pasillo y buscó donde esconderse, no iba morir sin luchar. Al igual que el adolescente que acababa de irse comenzó a llorar en silencio. No quería despedirse de él pero si se quedaban juntos su infección se volvería la causa de la muerte del pequeño.
Así fue como entre aquellos muebles dispersos inició una pelea entre infectados y sobrevivientes, una de tantas que existen en ese nuevo mundo.
Disparos, gritos y gemidos ahogados, esos fueron los únicos sonidos de ese edificio por un par de horas.
La sangre y los trozos de hongos junto a cadáveres de infectados adornaban el lugar. Y, en una esquina se encontraba ella, esperando pacientemente la muerte con lágrimas. Se había quedado sin balas y su vértigo le impedía saltar de la terraza.
Rezaba a todos los dioses de los que alguna vez oyó mientras aun había civilización para que su pequeño Takemichi encontrara quien lo cuide. Y esperaba también nunca encontrarlo una vez la transformación haya terminado, lo que más odiaría en esta vida sería ensuciarse las manos con la sangre Hanagaki una vez más.
Y mientras tanto, el adolescente corría en busca de un lugar seguro donde alguien lo ayudase ignorando todo signo de agotamiento en su cuerpo hasta que finalmente colapso delante de dos pares de ojos ónix, un par de ellos lo miraba sin gracia.
Pero para el otro portador de aquellos ojos negros le parecía la cosa más interesante que había visto en su vida, un pensamiento fugaz atravesó su mente: «¿Quizás podría volverlo mi perra?»
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