"La visita de una sílfide con cabellos de sol y fuego, ojos celestes, piel marmórea y con un caminar danzante y pausado que envidié. A veces era alegre y en ocasiones reservada, en otras profería tantas preguntas que me hicieron pensar y dudar del mundo en el que construí mi grandioso y exclusivo reino. ¿Dónde había dejado sus enormes alas iridiscentes? ¿Dónde las guardó para que no las viera y se las pidiera prestada? ¿Las desplegó cuando se marchó para siempre en aquella Navidad de 1904?"
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La palabra imposible no existía en su vocabulario y tampoco el no como respuesta a sus insólitas peticiones. Siempre tuvo lo que quiso y no le significó ningún esfuerzo más que expresárselo a su madre y a los días siguientes lo tenía ante sus marrones ojos. Lo mismo regía para su hermano, sólo que a él todo se le rompía o lo dejaba tirado por ahí. ¿Ella? No, era muy cuidadosa.
Sus exigencias llegaron a tanto que tuvieron que habilitarle un cuarto especial para guardar todos esos objetos que fue coleccionando a lo largo de sus seis años y que nunca desechó. Muchos de ellos se exhibían como piezas de museo, permitiendo sólo el contacto del polvo y muchos otros, seguían sellados en sus respectivos envoltorios en espera de esos juegos inexistentes. Nada se movía de su lugar y nada era tocado sin que ella no se diera cuenta. Cada día antes de bajar a sus quehaceres de niña de bien, abría la puerta a ese mundo mágico para cerciorarse que todo seguía intacto y sólo así se marchaba tranquila. Para Eliza Lagan era: "la habitación de Santa", fue como le llamó un día cualquiera de verano. En su imaginación creía que así debía ser el taller de Santa Claus; aunque después de la repartición de juguetes por todo el mundo en una blanca Navidad, de seguro, terminaba desierto. Eso a ella por supuesto, no le pasaría: nunca. Ante sus ojos de niña, superaba con creces a Santa y en esa carrera por tener y tener comenzó a guardar también los juguetes que le regalaban amigos y parientes para el cumpleaños, viajes y variados premios por sus excelentes calificaciones en sus estudios o buenas acciones del mes.
Aquella soleada tarde dejó de entretenerse en la fiesta de cumpleaños de su hermano y decidió irse a ese cuarto a jugar a solas.
-¡Hola! -saludó la voz de una grácil niña de su misma edad.
Ya la había divisado en la fiesta, era imposible no verla por su llamativo cabello rubicundo, piel marmórea y esos enormes ojos celestes que la hicieron destacarse entre las cabezas de los demás pequeños de abolengo. Elisa, respondió el saludo y obstaculizó la puerta, como no la conocía no sabía cuáles eran sus intenciones ocultas.
-¿Qué haces? -preguntó empinándose para ver.
-Vine a ver mis juguetes -dijo la pequeña Elisa y cerró la puerta impidiendo que la intrusa viera.