Las dos caras de una Navidad

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     *1 Como desagradable espectro apareció esa inagotable melodía: "What child is this"   resonando en mis oídos y hurgando en mi mente, todo por culpa de las benditas manos de un connotado violinista del restaurant en el que cenaba. Sí, eso fue lo que me motivó a llegar ahí.

     Las personas no cambian y menos en "la periferia", fue lo primero que pensé al ver los juegos que improvisaban los mocosos zarrapastrosos de la calle y que mis ojos cansados iban dejando atrás. Inmediatamente vino a mi mente los relegados cercanos a la avenida sin nombre hace más de veinte años atrás. ¿Qué importaba saber sus orígenes? ¿A quién le interesaba saber cómo y por qué llegaron ahí? ¿Para qué conocer el nombre y la ubicación exacta de sus barrios? Fuera culpa de la vaca o no, a mí me daba igual. Ellos circundaban esa avenida y yo les apodé así por mi ignorancia, o tal vez, ajeno a la realidad que me tocó vivir.

     Hoy, era otra Navidad más. El Ford A granate conducido por mi chofer tomó el camino que ningún turista y mucho menos un residente de casta quiere ver, menos en estas festividades. En esa ruta escarpada, los escasos adoquines ocasionaron los saltos y que esa tabla que llevaba cayera en mis pies como un recordatorio: "Aquí sigo". El húmedo e irrespirable asfalto fusionándose con el olor de un caldo de gallina vieja de cena y el hedor de los alcantarillados, eran nauseabundos. "¡Cómo pude olvidar rectificar mi perfume!" me recriminé.

     Las miradas curiosas, desafiantes y agresoras, delimitando su mundo del mío, por supuesto que las ignoré ya que deambulo por donde yo quiera. La carente visibilidad le otorgaba a las callejuelas y a esas desvaídas viviendas un aspecto lúgubre y olvidado que me advertía estar alerta, en especial de mi abultada billetera. Le pedí al chofer que se detuviera y bajé con esa ridícula tabla con la intención de deshacerme de ella y de su recuerdo. Busqué por un buen rato, hasta dar con el chiquillo indicado y no cabía duda alguna, su impronta y asombroso parecido me decía que era el hijo de la "Mierda - Marshall". Probablemente personas con esas características abundaban en Chicago: ojos pequeños y mirada felina, labios torcidos, cabello negro rebelde sobre su frente, moquillento, pantalones andrajosos, zapatos enlodados y la camisa afuera. Escupió en el suelo y su mirada pendenciera no me cohibió; sin decir nada le tiré a sus pies la tabla con el ridículo moño enmohecido por los años y me subí raudo al auto. "Feliz Navidad" me gritó y esbozó una alegre sonrisa al ver y contabilizar el contenido del sobre. No respondí nada, pero pensé: "Te lo debía, mierda Mashall" y seguí el curso de mi viaje hacia mi cómoda realidad. 

 

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Antología de NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora