1. La presa y la depredadora.

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Eran las once de la noche, y el último tren saldría de la estación más próxima del trabajo de Enid en menos de media hora.

La joven, de 23 años, se asustó al mirar el reloj en la pared de la sala de descanso en la que se encontraba y se levantó apresurada, juntando los papeles de algunos diagnósticos que estaba estudiando y metiéndolos sin delicadeza dentro del primer cajón de la mesa que usaba. Enid corrió rápidamente hasta el vestuario para darse una ducha y cambiarse la ropa blanca por algo más casual.

Cuando salió corriendo sin aliento por los pasillos, diciendo un breve <«<ihasta el lunes!», nadie se molestó ni en mirarla. Las demás enfermeras no la apreciaban, aunque ella trabajase duro y siempre fuese la única entre sus compañeras de enfermería que hacía turnos de casi 18 horas al día en el hospital en el que trabajaba.

Aunque sólo estuviese en período de prácticas.

El guardia de seguridad que estaba fuera del edificio se despidió con un «<buenas noches» cuando la joven chica pasó junto a él, corriendo con un pequeño pastel metido en la boca y una botella de agua en la mano. Enid corría sin parar para tomar aire, ya que el tren jamás esperaba a los que llegaban tarde. Y en caso de que perdiese el último tren, tendría que dormir en la propia estación o ir caminando hasta su casa.

Y ninguna de las dos opciones le parecía buena.

Eran las once y media de la noche cuando Enid entró en el túnel subterráneo que llevaba a la estación de tren. Corría deprisa, con la mochila colgando pesadamente, tirando de él y haciéndole perder el equilibrio. La joven nunca había sido atlética, así que aquellos minutos de carrera la estaban dejando sin aliento.

Enid, con el corazón acelerado en el pecho, juraría que se iba a caer redonda al suelo en cualquier momento.

Enid estaba jodida.

Cuando terminó de bajar un sinfín de escaleras y pisó el suelo de la estación, vio que el tren ya estaba en el túnel y avanzaba en dirección opuesta a ella, desvaneciéndose en las sombras. El tren ya estaba tan lejos que Enid ni siquiera echó a correr tras él. No valía la pena el esfuerzo.








Merlina estaba aburrida.

Ya se había alimentado esa noche, pero seguía con ganas de jugar con otra víctima. Su última presa había sido tan escandalosa que no había podido divertirse todo lo que quería antes de matarla. Además, la mujer parecía tener menos sangre de la normal corriendo por sus venas, ya que después de haberla drenado, seguía sintiendo hambre.

Pero bueno, ella ya debería haberse imaginado que pasaría eso. Al fin y al cabo, el hambre de Merlina jamás tenía fin.










Enid pensó seriamente en sentarse en el suelo de la estación vacía y echarse a llorar. No es que eso fuese a solucionar algo, pero la chica estaba verdaderamente decepcionada con el rumbo de su vida. Tenía que afrontar un hecho: su vida era deplorable.

Enid no tenía amigos -no verdaderos, al menos, sus padres no se preocupaban por ella ni contestaban sus llamadas desde hacía más de cuatro años, y su empleo era ridículo. Ella sonreía a todos en el hospital, pero todas sus compañeras la trataban con indiferencia. Enid quería ayudar a las personas, pero difícilmente le dejaban acercarse a los pacientes y lo único que le daban eran diagnósticos para que hiciese interminables informes.

La joven suspiró cansada, frotándose los ojos que ya le ardían por las insistentes lágrimas. No derramó ninguna, y se limpió el rostro con la manga de la camisa que llevaba. Ahora tenía dos opciones: dormir allí mismo o irse a casa caminando. No podía volver al hospital, pues si su jefe la viese durmiendo allí, de nuevo, la despediría; y tampoco iba a dormir en el suelo de la estación, ya que correría el riesgo de que la confundiesen con una mendiga. O, peor aún, que alguna rata pasase por encima de su cuerpo. No es que Enid ya hubiese visto alguna en la estación, pero sabía que estaban ahí, observándola. Prácticamente podía sentirlas.

Wishes [Wenclair Adaptación]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora