Prólogo

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El cielo parecía estar tan enturbiado como la confusión que se impuso en mi mente y de la que me era imposible desprenderme. Aquel día, para ser un día de verano, hacía demasiado viento. Tanto, que podía escucharse como su rugido azotaba la Villa donde vivíamos. Las hojas bailaban en el cielo, trazando infinitud de siluetas abstractas, y la persiana que tenía frente a mí repiqueteaba sin cesar, siguiendo el ritmo que la madre naturaleza marcaba. Resultó ser un día, en el que me sentí como la protagonista desdichada de la película más dramática del mundo, o lo que es peor, me replanteé en que quizá era el destino, que se reía de mí y me gastaba una broma de mal gusto, de las que no hacen gracia sino todo lo contrario.

En bucle y con nerviosismo, deslicé y acaricié la pulsera de plata que a mi madre tanto le gustaba colocarse y que a mí tan bonita me parecía. Papá se la regaló cuando se conocieron. Era una cadenilla de la que pendían varios tipos de flores, con un acabado sencillo y marcado. Sin duda y en ausencia de comprensión alguna, era el emblema que contenía la rosa de espinas el que más me llamaba la atención de un modo insultante. Esos trazados tan cuidados me hacían sentir obsesiva, y sin saber por qué, cuando observaba la silueta con fijación, afloraba en mí una sensación extraña, que me hacía sentir una suave punción en el estómago. En cambio, mi flor favorita, era el girasol. Me resultaba cautivador como siempre, a pesar de todo, la flor se orientaba hacia la luz, dándole su espalda a la oscuridad. Genético o no, supongo que el amor que mi madre tuvo por la naturaleza no encontró fronteras para llegar hasta mi corazón, y es que ella sencillamente, adoró las flores. Ella tenía la floristería más bonita de la ciudad, o, al menos, a mí me lo parecía cuando era una cría.

Aquel emblema de la rosa...siempre pensé que era algún tipo de asociación psicológica, pero, en fin, ahora sé que no fue pura sugestión.

Sabía perfectamente que cuanto antes saliera del batiburrillo mental que tanto me perturbaba, antes podría digerir la realidad. Seguramente, habrían sido horas de malestar lo me habría ahorrado si mi hubiera levantado antes y hubiera cerrado esa puerta que tanto me estaba impidiendo aquella quietud que tanto necesitaba. Fue mi estupefacción, la que no me lo permitió. Me creía incapaz de salir de ella y erguirme de la silla desde donde contemplaba el exterior. Las palabras de papá habían impactado con demasiada fuerza en mi muro de contención emocional. Lo había agrietado y en ese preciso instante, no solo me enfrentaba a su decisión, sino que lo hacía a todo aquello que años atrás encerré bajo llave y sin gestionar, con el objeto de, quizás, hacerlo algún día.

Una gota de sudor resbaló desde mi frente. El pelo se me adhería al cuello y mis nervios estaban a flor de piel. Si bien adoraba las flores, también odiaba el calor y, por consiguiente, el verano. Miré mi reloj de mano para comprobar que ya habían transcurrido dos horas.

Tratando de despejarme de la rumia que se estaba cebando de mi tristeza y enfado, alcé la vista y me concentré en el ventanal que mostraba el paisaje que tenía justo enfrente, en el que los árboles y los arbustos trazaban un largo camino hasta la enorme verja de hierro que separaba nuestra finca de otras muchas. Desde la butaca en la que estaba sentada, podía ver cómo, más que arreglar, el jardinero trataba de proteger del viento —con un acolchado de plástico y sin lo que dice apodarse "éxito"—varias plantas en flor que decoraban nuestro jardín.

«Uno que probablemente no volvería a ver jamás», nuevamente, la nostalgia me invadió y apreté los puños con fuerza.

Más sudor...

Cerré los ojos sin dejar de pensar en que este había sido mi hogar durante los dieciséis años de vida que tenía. Había jugado, aprendido y vivido. Había creado miles de recuerdos memorables y otros no tanto, como el día en el que mamá se fue para no volver, que, de eso ya habían transcurrido seis años. El dolor que sentí en aquel entonces fue desgarrador. Esa mañana de Navidad, los ojos de mi padre se vistieron con la mirada más triste que jamás había visto en él. No fue necesario que me lo dijera, lo supe en cuanto fueron sus manos callosas las que acariciaron mis mejillas y me despertaron, en lugar de que lo hicieran otras más pequeñas y suaves, impregnadas de olor a vainilla. Bien sabía que, si algo seguía haciendo mi madre pese a estar enferma, era fabricar fuerzas desde donde no existían las materias primas necesarias para generarlas, y fingir que no se estaba destrozando por dentro por cada paso que daba. Aun cuando debería de estar acostada, ella se levantaba por las mañanas para hacerme compañía mientras me vestía para ir al colegio, y, en plena Navidad, para pasar el día juntas.

I. El regreso del Reino del Aire 💘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora