Prólogo

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Una suave brisa barrió la cámara de piedra levantando pequeños remolinos en el polvoriento suelo, arrancando un temblor en la delicada tela que caía por los lados de la gran losa que dominaba el centro de la habitación como una enorme pira funeraria o altar. La lisas y desnudas paredes se alzaban hacia el techo en forma de bóveda apuntalada por cinco columnas situadas en cada uno de los puntos de la forma pentagonal de la sala.

Extraña forma para una prisión.

Aquella era la función que había desempeñado la oscura cámara de piedra durante los últimos cientos de años, hospedando a la figura femenina que dormía apaciblemente sobre la fría losa de piedra.

Suaves rizos dorados abriéndose en abanico a su alrededor y derramándose por los costados de la cama de piedra, una oscuras y espesas pestañas hacían sombra sobre las pálidas mejillas manteniendo oculta la luz que una vez había brillado en los ojos que ocultaban. Líneas finas y femeninas en un rostro angelical de labios llenos y rosados congelado en la calma propia de la eternidad, el imperceptible movimiento de su pecho haría pensar a cualquiera que la viese que la vida había escapado hacía tiempo de su cuerpo, las manos cruzadas a la altura del estómago y los largos faldones de tela que la cubrían hasta los desnudos pies. Tan frágil y delicada, relegada al confinamiento eterno que los dioses habían dictado para ella, un confinamiento que estaba pronto a terminar.

La débil brisa le acarició el rostro, se deslizó por sus brazos y la recorrió como lo haría un amante, y allí, en la soledad de su prisión se oyó una única frase susurrada.

"Es hora de que despiertes, mi alma, nadie puede morir eternamente"

Las tupidas pestañas aletearon ligeramente antes de alzarse dejando al descubierto unos profundos y ancianos ojos azules que parecían haber visto el mismo corazón del universo. Una desesperada bocanada de aire entró en sus pulmones trayéndola de nuevo a la vida, levantando su delgado cuerpo en su afán por recuperar el aire que le había sido negado, su mirada vidriosa y somnolienta vagó por la sala antes de posarse nuevamente en el techo abovedado.

- Ei-dry-en? - fueron las primeras palabras que escaparon de entre sus labios.

Se incorporó lentamente, su cuerpo en peso muerto respondía a duras penas a sus demandas, su mirada cansada y adormilada mirando a su alrededor, buscando a quien ya no estaba.

Su mirada se demoró sobre las paredes que la rodeaban, sobre las altas columnas que sostenían el techo abovedado, la austera celda en la que había sido encerrada hacía milenios por su propia seguridad. Los recuerdos acudían raudos a su memoria como si apenas hubiesen ocurrido ayer mismo, el calor de dónde habían estado sus manos persistía como la huella de un fantasma en su cuerpo. La había acunado en sus brazos, susurrándole para tranquilizarla, prometiéndole que todo iría bien porque jamás permitiría que nadie le hiciera daño, rogándole que fuera fuerte en los siglos venideros, fundiéndose por última vez con ella antes de depositarla sobre aquella losa de piedra e inducirla al sueño eterno. Ambos habían estado condenados, él se había condenado a sí mismo para que ella permaneciera a salvo. Se enfrentaría a la sentencia de muerte que pendía sobre su cabeza, pero no dejaría que se ensañaran con una inocente.

El eco de sus últimas palabras se había filtrado en sus oídos, había querido ahorrarle todos los siguientes sucesos, el juicio, su rendición, pero su conexión era eterna, ella era parte de él. Lo sería hasta que quedara libre con su muerte.

Su muerte.

Deslizó los pies por la fría piedra hasta posarlos en el suelo, sus piernas se doblaron por su peso haciéndola caer al suelo con un sonoro quejido. El dolor del golpe se entendió por cada una de las terminaciones nerviosas, despertando sus sentidos entumecidos, haciéndola cada vez más consciente de su regreso al mundo. Un mundo sin él.

Las lágrimas se agolparon en sus ojos, el grito anulado en su garganta incapaz de salir y convertirse en el eco del profundo dolor que la envolvía, la única realidad a la que debía enfrentarse ahora que estaba despierta.

Se dobló sobre sí misma, envolviendo los delgados brazos alrededor de su estómago, atrayendo las rodillas hacia su pecho, tirada en el suelo hecha un ovillo, las lágrimas fluían silenciosas por sus mejillas y caían dejando una huella en el polvo mientras aquella suave e inmortal brisa la acariciaba susurrándole una última vez antes de desvanecerse en la eternidad.

"Eternamente en ti, mi amada alma"


Encadenada a mi destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora