Pedro está sentado a la mesa con desgana. Afuera las cigarras cantan a más no poder, el sol en su cénit parece partir la tierra en dos. La tierra seca. Desolada. Parece que hierve y que el calor abrasante lo asfixia.
Suelta un suspiro cansado y se pasa las manos por la cara – hace una hora que está sentado aquí y sigue sin saber qué hacer.
O mas bien, qué más hacer.
Porque continuar rogando a Jorge está fuera de sus planes. Muy muy fuera de sus planes. Desea que lo hubiera estado desde un principio, que no se le hubiera ocurrido jugarle cartas en el bar, apostarle y alardear como un idiota.
Y él que había tenido la esperanza de que Jorge fuera siquiera un poco compasivo. Siquiera por una amistad de años. Pasada, sí, pero amistad al fin y al cabo.
—Pos ni modo —se encoge de hombros, tratando de que no le importe.
Fallando.
Porque ¿cómo no le va a importar? Que Jorge, su tan querido Jorge, amigo, compinche, camarada, leal compañero, ¿le haya hecho esto?
La cosecha está perdida. La de este mes y la del mes siguiente con seguridad. Sin agua no puede esperar que las estúpidas lechugas y hortalizas crezcan. Sin agua tiene que arrear a sus caballos al rancho más cercano todos los días nomás para que puedan refrescarse. Sin agua aquí está sentado, perdiendo la cabeza, sin camisa, sintiendo como el vapor del aire se le cuela por los poros y considerando seriamente montarse en su camioneta, golpear la puerta de su tan querido una-vez-amigo y darle el gusto de batirse a duelo.
¿Qué se supone que haga?
¿Irse?
Este campo es su vida. En esas hectáreas ha dejado sudor y sangre. El rancho es su hogar, le gusta estar aquí. Lejos de...
Pues lejos de Rosario.
—Oiga, Perico.
Se voltea sin mucha energía para ver como Carmelo se adentra en la casa, sujetando su sombrero con ambas manos y con el ceño fruncido.
Pedro vuelve a pasarse las manos sudorosas por el rostro y suelta otro suspiro. Nomás le dice "Perico" cuando está por dar malas noticias.
Pero eso Pedro ya se lo esperaba. Si es que ya se ha acostumbrado a que su joven caporal entre así a la casa, arrastrando los pies con pesadumbre, con una cara como si hubiera visto un muerto.
—¿'Hora qué? —le pregunta Pedro, sin maldad.
¿Pos qué culpa tiene el muchacho de que Jorge tenga congelado el corazón?
—Este... bueno... Fíjese que...
—Hmmm, —asiente Pedro, mirándolo con cansancio porque hacen casi 40°C y ya nada le puede sorprender. ¿Los boniatos ya no crecen? No esperaba más. ¿Las lechugas están apestadas? Y cómo no. ¿A su yegua se le salió una herradura? Pos claro que sí— ¡desembuche de una vez, hombre!
Carmelo se sobresalta en su lugar y da un paso atrás.
—Es la camioneta, patroncito —y da otro paso atrás cuando ve la cara que pone Pedro.
Nomás lo que le faltaba.
—¿Qué le pasó a la camioneta? —pregunta con paciencia una vez más, pero sintiendo como esta se le escapa poco a poco.
—Que se le ponchó una llanta. El calor, ve usté...
Pedro cierra sus ojos fuertemente y respira hondo y lentamente. Ya luego que Carmelo se vaya puede romper cuanto mobiliario se le ocurra – no quiere asustarlo al escuincle. Ni que vaya contando por ahí que Pedro Malo ha perdido la cabeza.
—Bueno, ¿algo más? —le dice Pedro, una pregunta absolutamente retórica de la cual bajo ningún concepto esperaba una respuesta.
Pero Carmelo evita verlo a los ojos y retrocede aún más hacia la puerta principal, como si pudiera sentir una bomba a punto de estallar.
—Ya que pregunta usté, pues... este... le ha llegado una carta de Don Elías.
—¡Me lleva el tren! ¡¿Y no se ha muerto nadie?!
Carmelo lo mira con un signo de interrogación pintado en el rostro, una vez más tomando sus palabras de manera literal. Pedro lo empuja fuera de la casa.
—Ándele. Largo. Váyase a almorzar, agarre el caballo que más le guste.
—¿Enserio?
—Sí, es suyo. Nomás desaparezcase. ¡Orale, muévase!
El pobre casi se tropieza corriendo hacia el potrero. Pedro no espera a verlo partir, se da la vuelta y con los dientes rechinando se dirige hacia el baño.
No piensa demostrarle a Jorge el resultado de su antipatía. Está seguro de que compró el rancho que lo abastece de agua nomás para hacerle la vida imposible – ahhh, pero eso no lo va a lograr. Jorge quiere verlo de rodillas a sus pies, suplicando por su vida, por su cosecha, pidiéndole disculpas.
Bonito amigo que resultó.
Bonito pero desgraciado.
—Pues ni pienses que te voy a dar el gusto, —masculla, arrojando una toalla dentro del latón lleno de agua fresca de pozo para poder bañarse— antes muerto, ¡¿me oyes?!
Ese bendito pozo es lo único que ha evitado que pierda los estribos. Está detrás de la hacienda, justo bajo la sombra de su querido sauce llorón. Donde le gusta acostarse por las noches con la guitarra, cuando vuelan las luciérnagas.
Sí. Si no fuera por ese pozo, Pedro Malo ya habría cometido un crimen capital.
⌘ ⌘ ⌘
Pronto subiré la parte 2 (;
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Qué te ha dado esa mujer
RomancePedro Malo y Jorge Bueno siguen enemistados, pero en un pueblo tan pequeño continúan cruzándose uno al otro... con variados resultados.