—Infeliz, mentiroso, convenenciero, engreído, poco hombre... —a cada insulto un paso resolutivo con dirección al hotel, en donde Pedro está decidido a batirse a duelo hoy si es necesario, porque está harto.
Harto de que Jorge haga malabares con su suerte, juegue con él como un gato manotea una bola de lana de aquí allá, disfrute verlo padecer, perder sus empleados, rabiar por sus bajas ganancias, y todo por un estúpido malentendido.
Porque Jorge Bueno siempre fue, antes que nada, un idiota orgulloso. Que no ha intentado jamás entender nada, porque simplemente asume los hechos de la manera en que le parece conveniente y sin hacer preguntas.
—¡Quiubo, Perico!
—¿Jorge está aquí?
La chamaca de recepción asiente, bajando la vista para comprobar la información en la agenda sin notar que la expresión en el rostro de Pedro pasa de simpático-casi-coqueto a una mucho menos amigable.
—Simón, —dice la güera— en la habitación doce. Llegó el viernes. Disque negociando con unos arrendatarios de Tiburcio...
Pedro entrecierra los ojos y gira lentamente el rostro a la escalera que tiene a la derecha y que parece estarlo invitando a meterse en problemas. Cuando voltea la vista de regreso a recepción, planta un billete de veinte pesos en frente de la muchachilla.
—No, pos... lo voy a pasar a saludar, si usté me permite...
«Saludar», por supuesto, de significado un poco ambiguo.
«Saludar», en este caso, definido como «no pienso irme de aquí sin echarle a ese imbécil en cara su hipocresía».
Sube las escaleras del motel estampando las botas sobre la madera pero con resolución. Ya no es el mismo Pedro que le rogó en el casino, ni el que se dejó golpear ni el que se dejó llamar cobarde. ¡Cobarde! Cobarde es Bueno, que se rebaja a estas jugarretas baratas de quitarle el agua y la única fuente de ingresos que él tiene asegurada.
Sin importarle el escándalo ni mucho menos la falta de respeto, pues respeto es una de las primeras cosas que perdió por su buen amigo hace un par de meses, Pedro empuja la puerta de la habitación número doce sin siquiera golpear, encontrándola, para su fortuna, sin seguro.
Da un paso dentro de la habitación con esa cama solitaria y un ropero a su costado, y la vuelve a cerrar detrás de él con poca ceremonia, viendo al mismo momento a Jorge emerger del baño atándose un pañuelo al cuello, vestido de pies a cabeza con un traje de gala.
La expresión de Jorge es de confusión ante aquél ruidaje de suelas enfadadas y puertas azotadas, pero rápidamente morfa en algo mucho más sangrón que a Pedro le hace saltarse la conversación previa, soltándole sin gracia ninguna:
—Ora sí vamos a hablar, tú y yo.
Jorge se ríe, lo mira de arriba abajo con esa condescendencia que lo caracteriza y lo hace sentir inferior, girándose de regreso al baño:
—No tengo tiempo para tus escenitas. Sal por donde entraste.
—Jorge, necesito agua —Pedro lo sigue, por supuesto, con voz amenazante intenta una última vez de hacerlo entrar en razón.
—Ah, mira tú.
—Mi cosecha se va a estropear.
—Cuánto gusto me da, —le responde Jorge, frente al espejo ve Pedro que no estaba poniéndose la ropa sino quitándosela, se desanuda el pañuelo del cuello y luego lo deja colgado junto a aquella toalla— eso es pa que aprendas a no andar traicionando a los amigos.
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Qué te ha dado esa mujer
Storie d'amorePedro Malo y Jorge Bueno siguen enemistados, pero en un pueblo tan pequeño continúan cruzándose uno al otro... con variados resultados.