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(Matías)

Una y otra vez, leía la primera página del diario que Lila escondía bajo la almohada.

"Antes que nada, quiero aclarar que el hecho de que esté narrando esta historia, no significa que llegue a contar el final con mis palabras.

Veo y siento como el tiempo y la vida se me escapan. No sería noble de mi parte arrastrar a mamá a una lucha sin victorias ni ganancias, así que mi prólogo inicia acá, después de pedirle que deje de intentarlo. Pactamos invertir esta plata y energía en hacer del último tramo algo un poco más interesante.

Mi última parada va a ser el Wexler, que me vio crecer y convertirme en quien fui, cuando supe ser feliz."

En aquel momento no me atreví a ir más lejos que eso, la herida seguía abierta, y saber realmente lo que le pasaba a ella, no me ayudaba en absolutamente nada más que lapidarme.

El papel todavía seguía con su perfume.

Si es que todavía estás conmigo, por favor dame un poco de tu fuerza

Le hablé desde mis adentros, y esperé que me escuche.

Tomé un respiro hondo, y cerré el cuaderno.

Cada acción sin ella era un esfuerzo infrahumano, pero dejar de aferrarme a lo que me quedaba para recordarla no solo era difícil, daba miedo. Pensar que ya no estaba más, y que nunca iba a volver a verla.

Suspiré, y presionando el diario contra mi pecho, me dejé caer sobre la cama en la que durmió ella, que seguía igual que la última vez que se usó. Al cerrar los ojos, pude verla a ella, con los ojos cristalizados, suplicándome que la perdone y que entienda que tarde o temprano tendría que dejarla ir.

Cuando me di cuenta, llevaba impregnado su perfume, al igual que las sábanas.

Guardé el diario en mi mochila, y salí.

Afuera me esperaban Abi, Ema, y Nico. Los tres, cabizbajos y vestidos de negro, me miraban con lástima casi sin mirar.

- ¿Estás listo?- Me preguntó Abi, posando sus manos sobre mis hombros.

Negué con la cabeza, y ella llevó sus manos abiertas sobre mis mejillas, haciendo que tengamos un contacto visual directo.

-Necesito que entiendas que pasó lo que tenía que pasar - Dijo ella sin soltarme, mientras sus yemas presionaban hasta generar molestia- y que lo mínimo que podés hacer por ella es dejarla ir, y vivir tu vida, vos que podés.

Mis esfuerzos para no romper en llanto no funcionaban. Solo podía pensar en el contraste del recuerdo de las manos heladas y temblorosas de Lila pidiéndome que viva. Era un recuerdo fresco pero también gris y cansado, que se superponía a la presencia de Abi, enérgica, firme y tangible. Convergió en mi mente una harmonía tétrica formada entre ellas dos, opuestas hasta la última instancia, una hablándome desde la realidad de un mundo en el que la otra ya no existía. Se me cristalizaron los ojos, y sentí romperme.

Entonces me vi rodeado por mis tres compañeros, en un abrazo que por un segundo juntó mis pedazos lo suficiente como para seguir un poco más.

-Basta de mariconeadas –Nico forzó un tono menos triste, se separó de nosotros y secó una lágrima de su remera para dirigirnos esta vez- que vamos a llegar tarde.

El campamento habilitó un micro escolar para que los que quisiéramos pudiéramos asistir al velatorio de Delilah, pero al subir, nos encontramos con que solamente una docena de personas, incluyéndonos, eligió ir. Dolía doblemente la pérdida al saber que solo doce personas reconocían que el mundo acaba de perder a su gran maravilla.

Tampoco fue mucha gente de afuera: su mamá, sus dos hermanos, algunos tíos, su abuela, no más de cinco chicas de nuestra edad, y una mujer que probablemente fuese la madre de Daniel. Lloramos todos a moco tendido, y nos fuimos.

Pensaba que iba a ser un día lluvioso y gris, como en las películas tristes, pero reinó un sol radiante en toda su extensión. El Dios en el que creí no se preocupó en ambientar esa mierda de situación. Al parecer, Delilah era solamente la primera y gran maravilla de un mundo de veinticinco personas.

De vuelta en el campamento, cuando empezaba a atardecer, se organizó una despedida real. Esta vez, estuvimos todos: cada campista, cercano a ella o no, se tomó la molestia de venir a darle un gran y último adiós. El anfiteatro del lago, nunca significó tanto para mí. La mayoría de los que tuvimos la suerte de haber sido cercanos a ella, pasamos a decir unas palabras, y solo en ese momento, se mantuvo un silencio deprimente. Por fuera de eso, el campamento Wexler, cantó toda la noche, en honor a Delilah.


(Abigail)

Cuando todos empezaban a irse a dormir, me di cuenta que Matías no estaba entre nosotros.

Sabía que no iba a encontrarse capaz de cerrar un ojo sin atormentarse, y me tomó cinco minutos darme cuenta en donde podría estar.

Me acerqué cuidadosamente a la playa del lago, confirmando mi idea. Me mantuve escondida y en silencio tras los árboles que alguna vez los escondieron a ellos y traté de imaginar cómo debía sentirse tener que recorrer lugares con memorias tan a flor de piel, que terminaban convirtiéndose en recordatorios del vacío.

El cielo estrellado ya era rojo, y la luna brillaba al reflejo del agua, que alcanzaba en su orilla a la silueta de Matías, mínimo y solo. Él cantaba entre susurros y llantos las canciones que le había cantado a Delilah, mientras llenaba de aquellas florcitas silvestres dos barquitos de papel. Metió en un frasco de vidrio la vela que llevó hoy a la despedida, y la prendió con un encendedor que probablemente fue de ella.

-Perdón, Lila, Perdón – suplicaba sin clavar la mirada en ningún lado- soy un egoísta de mierda, pero te necesito conmigo –seguía tratando de no derramar sus lágrimas sobre su producción, su sufrimiento me rompía el corazón- vos merecías más que eso. Te debo como mínimo dejarte ir en paz, ya no vas a sufrir más, te juro que hay un lugar para vos allá- lloraba con una fuerza que no le permitía hablar de corrido, con un dolor tan contagioso que me rompió- ya nos vamos a ver de nuevo.

Colocó todo en el agua y guardó el encendedor en su puño cerrado.

-Te amo, Delilah Larsso –habló al cielo, y no me aguanté más- siempre vas a ser...

-Ella también te ama- me animé a decirle, saliendo de mi escondite- donde sea que esté ahora.

Matías se asustó y cambió su postura a una cerrada, como la de un chiquito, hasta que me acerqué a rodearlo con uno de mis brazos. Nos quedamos mirando como los barquitos de papel se alejaban siguiendo la tenue luz de la llama hasta que uno se hundió, y Mati reposó sobre mi hombro hasta dejarse ir.

DelilahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora