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En algún lugar del norte de Italia, a la vista de nadie, y con acceso para pocos, entre inmensas hectáreas de verde y denso paisaje, se levantaba imponente y orgullosa una de las más grandes mansiones de la región.

De estilo neoclásico, con infinitos pasillos pavimentados de mármol pulido, decorados con insulsas pinturas y sobrevaloradas esculturas. De altos ventanales con cortinas de rojo terciopelo, candelabros enormes con cristales de cortes imposibles y puertas y escaleras en cada esquina en que miraras.

Esa mansión, junto con todas las piezas que dentro habitaban, triplicaba al menos la edad de los dos jóvenes que profanaban sin vergüenza alguna su despacho principal.

Las pilas de hojas en el gran escritorio de roble caían al suelo cuando un rubio hombre trataba de sostenerse de sus bordes, empinándose para recibir la caliente verga de su acompañante.

Cortos gemidos eran silenciados por dos dedos en su boca ahogándolo con brusquedad, al tiempo que continuaba siendo penetrado por detrás con fuerza desmedida.

Si alguien pasaba por el corredor y pegaba bien su oído a la puerta, los furtivos jadeos que se escapaban, las respiraciones agitadas, así como el húmedo sonido de sus pieles chocando, ponían en evidencia lo que ahí dentro sucedía.

Sin contenerse, Sanji retiró la mano que lo callaba para susurrar algo en el oído de su pareja, como respuesta fue volteado por dos fuertes brazos que ahora sostenían sus piernas para abrirlas completamente.

Su lánguido cuerpo cayó sobre los cuadernos y cartas regadas. Lo miró a los ojos, y en un par de movimientos eyaculó deliciosamente en un agudo jadeo sobre su propio vientre ensuciando su camisa.

Como siempre, mientras Sanji se estremecía en su orgasmo y torcía la mirada, comenzó a soltar palabras en francés que Zoro no entendía en lo absoluto, y que tampoco intentaba comprender.
Solo se dedicaba a deleitarse con las expresiones del rubio debajo suyo y su exótico acento. Arañando por su propio placer, manchó las paredes de Sanji con su propia esencia, la mandíbula tensa y ojos bien cerrados.

Inmediatamente recuperados del subidón, se acomodaron lo mejor posible sus ropas, comenzaron a poner todo en su lugar frenéticamente, haciendo como si nada hubiese pasado. Sanji conocía esa oficina como la palma de su mano, no se le escapaba un detalle. Zoro vigilaba la entrada para asegurarse que nadie estuviera cerca.

Habiendo acabado, ambos salieron veloces del despacho. No se dirigían palabra alguna. De hecho, Sanji caminaba delante de él sin mirarlo, encendiendo un cigarro.

Cuando llegaron al segundo piso a lo que era su alcoba, este le cerró la puerta en la cara.
Zoro carraspeó, acomodó la estúpida corbata que le hacían usar, y se paró frente a esa puerta haciendo guardia. Miraba el rojo atardecer que se colaba por el pasillo con su ojo agudo y rostro inexpresivo.

Dos horas y media velando la alcoba, pero su corazón seguía desbocado por la adrenalina. No entendía el afán de Sanji por tener sexo en la oficina de su jefe, o en la cama de su jefe, o en la sala de su jefe... simplemente no lo entendía.

Sabía que el rubio era una especie de suicida intrépido que le gustaba retar a la muerte todos los días, pero él no; era lo suficientemente orgulloso como para no querer morir de un disparo en la cabeza en pleno acto.

Zoro pensaba en lo patético que sería eso cada vez que aceptaba las propuestas de Sanji de hacer el amor en otro lugar que no fuese su pequeña habitación de servicio. Reducida, mohosa, oscura, tal vez incómoda, nada comparado a la lujosa pieza de Sanji, pero estaba seguro de que ahí al menos podían gemir sus nombres con claridad.

Las manecillas a las nueve. El ladrido de  la jauría de dóberman del ala oeste, el alboroto de varios autos en la entrada de la mansión, y el paso apresurado de las mucamas por toda la casa anunciaban, por fin, la llegada de su jefe. Pero no tenía permitido moverse de ahí a menos que el patrón o Sanji se lo pidieran.

SALVATORE; ZOSAN Donde viven las historias. Descúbrelo ahora