Duele

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Una rosa blanca. La más bella y pura flor hacía un último homenaje al que fue el amor de su vida. La vio caer lentamente sobre el tétrico féretro que comenzaba su viaje hasta el fondo del nicho.

Así se sentía también caer, su alma destrozada y su vida sin un motivo para seguir. Los últimos rayos de sol trataban de hacerse paso en medio de las nubes que lloraban su pérdida, sin lograrlo. El frío calaba los huesos, y el viento susurraba palabras de dolor en sus oídos.

Sentía la boca seca. Tan seca como estaban las plantas que con tanto amor habían cuidado entre los dos; tan seca como la arcilla que olvidaron en algún lugar del alegre patio que compartieron por 6 años.

Sentía el corazón desgarrado, ya inutilizable. Así como las cortinas de su habitación que rasgó de un solo tirón para descargar un poco de su dolor después de una pelea; así como su ropa aquel día de verano cuando la pasión urgía entre sus cuerpos enamorados.

Lentamente las personas se marcharon. Tenían una razón para respirar, no como él que a cada segundo moría un poco más. Sintió las manos de su madre en sus mejillas, pero no podía escuchar sus palabras. Pasó lo mismo con su hermana, con sus poco amigos, no importaba, nada de lo que pudieran decir importaba. Se perdió un instante mientras miraba las hojas de los árboles meciéndose cada vez con más fuerza, y una suave sonrisa adornó su rostro cuando recordó todas esas tardes tirados en el pasto, descubriendo figuras en las nubes y tratando de contar las hojas del gran manzano que adornaba la esquina del parque.

Ya no habría más paseos. Tampoco sus quejas por levantarse temprano para aprovechar el día juntos, ni sus pucheros por aguantar el frío de las mañanas londinenses. No más salidas a escuchar a alguna banda en vivo, ni a los mercados pintorescos.

No más discusiones sobre cómo tomar el té. Si con azúcar o con limón, o si era imprescindible que las galletas llevaran chips o arándanos.

Ya no importaba.

Todos sus recuerdos empezarían a diluirse, porque no tendría la fuerza para mantenerlos latentes. Ni siquiera sabía si podía caminar, su cuerpo no respondía, y sus ojos estaban nublados. Las palabras yacían desmayadas en alguna parte de su boca, y sus manos estaban vacías. Vacías de él, de su Thom, de su pareja por 7 años, de su amor, de su mejor amigo y su complemento. Vacías de su voz, de su risa tan medida, de los susurros al despertar enredados en el otro. Vacías de su compañía, de su piel, de sus ojos marrones como el chocolate que tanto disfrutaba.

No más conversaciones junto al ventanal de la sala que decoraron juntos, ni confesiones al desayuno ni duchas compartidas al terminar un largo día de trabajo. No más risas por culpa de sus malos chistes, ni opiniones distintas sobre actualidad. No más besos dulces, ni besos apresurados, no más besos. Ni miradas cómplices, ni tomarse de las manos al salir. No más discusiones que terminen en la gran cama llena de cojines que tanto le molestaban, no más hacer el amor con su amor... No más abrazos ni acurrucarse, no más ser la cuchara grande; tampoco más canciones inventadas a la hora de dormir ni pies helados ni peleas por las mantas.

Nada.

No quedaba nada.

Y dolía tanto.

La noche llegó, y no recuerda cómo llegó a su casa, la que había sido su hogar y ahora sólo eran paredes viejas y muebles usados. Se quedó intentando entrar, una hora completa. Miraba la cerradura, mientras apretaba las llaves en su mano derecha. No quería volver a sentir todo ese dolor, no quería que nada ni nadie le recordara a su novio, aquel que le había pedido matrimonio en medio de una incómoda cena donde ninguno de sus amigos llegó para compartir ese momento...

Love Again, History Larry StylinsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora