Parte I

774 77 11
                                    

Había una vez, en las bellas tierras de Japón, una princesa singular, pues no se trataba de una “ella”. Su madre murió cuando apenas era un niño. Desde entonces fue educado por su institutriz, aquella mujer fría que grabó con dolor todas las lecciones sobre etiqueta, esas que las princesas debían aprender para darle honor a su reino.

Porque lo que ya se anunciaba desde su niñez, se cumplió cuanto llegó a los diecisiete años. Su destino quedó sellado cuando sus pálidos labios enrojecieron como los dulces frutos de los huertos, y sus mejillas se encendieron con un sonrojo eterno que matizaba sus tiernas pecas. Cuando el castillo de su padre se perfumó con su aroma, el reino entero lo supo, el único heredero al trono de la familia Midoriya, era un omega.

Una mañana tranquila, cuando el sol se coló entre sus cortinas de seda, despertó con el tintineo de una campana, no quería levantarse aún. Tomó su almohada y metió su cabeza debajo de ella.

—Si tu cabello se enreda tardaremos más, ya levántate —le ordenó esa vocecilla molesta que lo seguía a todas partes, la voz de su amiga hada, Eri.

Pero el joven no se levantó.

—Si ella viene no será tan amable como yo. Sal de la cama —siguió la pequeña hada—. Tu padre está como loco diciendo que hoy tendremos invitados importantes. Levántate, Izuku.

Obedeció sacando su cabeza de la almohada, con su cabello enmarañado y un puchero en el rostro. Abrió un ojo y vió a la pequeña hada mirándolo con enfado, la ignoró girándose hacia el ventanal para observar el cielo matutino.

—¡Si nos damos prisa podemos dar un paseo antes de que lleguen los invitados! —gritó saliendo de la cama, corriendo directo a su armario.

Sacó un vestido tras otro, arrojándolos sobre uno de los mullidos sofás de color pastel que había en su habitación. Encontró lo que buscaba al fondo de su armario, dentro de una pequeña caja de cartón guardaba unos pantalones de color azul, una camisa blanca, un chaleco y unos tenis rojos, cosas que había obtenido secretamente, cambiando algunas de sus joyas en el pueblo.

—¡No!, ¡tienes que prepararte! —refunfuñó Eri a punto de estallar por culpa de ese chico testarudo, que ya estaba luchando por ponerse los pantalones. Si alguien en el castillo veía a “la princesa” con eso puesto, habría problemas, muchos problemas.

—¿Izuku, estás despierto? —llamaron desde la puerta.

El nombrado miró a Eri con pánico. Al otro lado de la puerta su institutriz, Kiruka, lo llamaba.

—¡No entre!, ¡acabo de despertar! —gritó mientras devolvía al armario todos los vestidos.

Se quitó los pantalones, los devolvió a la caja y la arrojó debajo de la cama, solo para volver a meterse entre las mantas. Eri salió por la ventana, para esconderse entre las flores del balcón.

La mujer entró dando un portazo, con su rostro amargado como saludo de buenos días. Ella conseguía hacer eco con cada paso que daba, gracias a los tacones que se escondían debajo de su largo vestido de color tan rojo como la sangre, que iba a juego con sus ojos, los cuales  mantenían una perpetua frialdad que se instalaba en el corazón.

—¿Qué te he dicho sobre levantar la voz? —preguntó con seriedad al hallarse a unos pasos de la cama.

—No es correcto hacerlo, perdone —respondió la princesa con timidez, bajando la mirada.

—¿Por qué sigues en la cama? —continuó ella, caminando hasta la ventana para abrir del todo las cortinas—. Tendremos invitados importantes, levántate y ve al baño, traeré a las sirvientas.

Estaba por salir, cuando se dió la vuelta, al parecer recordando algo importante.

—Uno de los amigos de su majestad te trajo como regalo un vestido ¿verdad? —siguió ella—. Puedes usarlo hoy.

Una princesa para el héroe [KatsuDeku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora