Capítulo 8

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Una vez más Any se encontraba mirando su imagen en un espejo. Una vez más llevaba puesto el vestido de novia de su madre. Esta vez el vestido le caía a la perfección, como si hubiera sido hecho para ella. Habían metido la cintura, acortado el bajo y lavado y restaurado cuidadosamente la delicada tela del vestido.
A lo lejos sonaba la música suave del órgano. Su madre asomó la cabeza por la puerta y entró.
—Pareces una princesa de cuento, Any —dijo.
—Gracias.
—¿Por qué estás tan triste?
—Tengo miedo, mamá. Mucho miedo. No sé muy bien qué estoy haciendo aquí; no puedo creer que vaya a casarme con Alfonso dentro de un momento.
Sarah sonrió.
—Sé muy bien cómo te sientes. Yo también me sentía así el día que me casé con tu padre.
Any apartó los ojos del espejo y miró a su madre.
—¿De verdad?
—Pues claro. Creo que a todas las mujeres les pasa lo mismo, y según he oído los hombres tienen una reacción parecida. El ritual del matrimonio representa el compromiso que estás haciendo, y los compromisos siempre dan miedo, a pesar de lo mucho que conozcas a la otra persona y lo mucho que la quieras.
—Yo quiero a Alfonso, mamá. Pero creo que no debería casarme con él ¿Y si no le hago feliz?
—¿Te ha pedido que lo hagas?
—Por supuesto que no. Se da por supuesto.
—Yo no lo creo. Vosotros os habéis comprometido a procurar vuestra felicidad común en el marco del compromiso que estáis haciendo.
—No creo que esté preparada para el matrimonio.
—Debes estarlo, porque si no, no estarías aquí ahora.
—Por eso estoy tan confusa. ¿Qué estoy haciendo aquí? Sarah soltó una carcajada.
—Créeme, en cuanto empieces a recorrer el pasillo y veas a Alfonso esperándote, te acordarás de por qué has aceptado casarte con él.
Por raro que pareciera, su madre tenía razón. El padre de Anahí vino a recogerla al pequeño cuarto donde se había vestido para iniciar el paseo por el pasillo de la pequeña parroquia del barrio donde Alfonso y ella se habían criado.

Nunca lo había visto tan atractivo. Llevaba un esmoquin azul que hacía juego con sus ojos, esos mismos ojos que la miraban intensamente mientras se acercaba a él. Alfonso no sonreía, pero el brillo de sus ojos consiguió sonrojarla.
La ceremonia se diluyó en su mente y más tarde Any sólo podía recordar algunos retazos: La voz profunda de Alfonso repitiendo los votos con firmeza; el aroma de las velas y las flores repartidas en fastuosos centros por toda la iglesia; el ligero temblor en los dedos de Alfonso al ponerle el anillo; el roce de sus labios en el beso final; la marcha nupcial en las notas del órgano mientras se daban la vuelta y recibían las felicitaciones de familiares y amigos. Anahí recordaba haber visto lágrimas en los ojos de sus respectivas madres, haber escuchado la risa divertida de Alfonso mientras los compañeros de universidad de ella hacían cola para besar a la novia.
El banquete era un tumulto de voces y risas. Ella y Alfonso siguieron la tradición cortando el pastel de bodas ante el fotógrafo. Una orquesta pequeña empezó a tocar, y ellos presidieron el baile. Todo parecía irreal. Anahí se dejó llevar por la atmósfera  de ensueño, y cuando todo terminó ya era de noche.
Todavía llevaba el vestido de novia, y Alfonso provocó las carcajadas de los concurrentes con sus esfuerzos para meter a la novia y el vestido en su pequeño deportivo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Anahí cuando Alfonso subió a su lado.
Alfonso no dijo nada mientras arrancaba y sacaba el coche de la carretera, con un coro de despedidas y aplausos de los familiares y amigos.
—Después de pensarlo mucho he decidido llevarte a mi casa. Creo que estaremos mucho más cómodos allí que en un hotel tal como vamos —dijo, mirándose la ropa de gala.
Any suspiró aliviada. Le gustaba la casa de Alfnso; era cómoda y acogedora. Ya habían llevado dos días antes todas sus cosas allí, y Any había devuelto la llave de  su apartamento al casero. La noche anterior habían dormido en la casa de sus respectivos padres.
Ya estaba hecho. Alfonso y ella se habían casado. Todavía le costaba creer que lo hubiera hecho de verdad. Era un comportamiento tan poco usual en Alfonso… ¿Por qué iba a querer sacrificarse para ayudarla? se preguntó Anahí. Pero lo había hecho, y ella había aceptado.
Le había dado una invitación a Frank, y él le había enviado un regalo, disculpándose por no poder asistir a causa del trabajo, ya que no podían faltar los dos en el laboratorio.
Any se había cuidado de informar al señor Worthington regularmente de cada paso de la investigación, y de que se le suministraran todos los datos que iban descubriendo antes de que Frank hiciera los sutiles cambios.
—¿Estás cansada? —preguntó Alfonso después de conducir varios kilómetros en silencio.
—Un poco. ¿Y tú?

—En realidad me lo he pasado muy bien. Ha sido divertido volver a ver a tantos viejos amigos del barrio y compañeros de clase. Me ha sorprendido que vinieran tantos.
—Creo que nuestras madres se las han apañado para seguir la pista de todas las familias del vecindario.
—A veces es bueno volver a las raíces, supongo, para recordarnos quiénes somos y en qué nos hemos convertido.
—Tú deberías estar contento por lo que has llegado a ser: Un autor de teatro famoso.
—Hoy me ha gustado acordarme de otras cosas.
Anahí sonrió, recordando algunas de las bromas que le habían gastado a Alfonso en el curso de la fiesta.
—Me pregunto por qué nadie parecía extrañado de que nos casáramos. Alfonso se volvió a mirarla.
—Todos mis amigos sabían desde hace años que nunca iba a poder despegarte de mí.
—Hombre, muchas gracias —contestó Any, pegándole en el brazo.
—Para ser tan pequeña —dijo Alfonso frotándose el brazo—, eres muy bruta.
—Te lo has ganado.
—Bueno, tienes que admitir que cuando te lo proponías sabías cómo dar la lata a base de bien.
—Para tu información, nunca lo hice a propósito. Me salía de forma natural — replicó Any fingiendo seriedad, hasta que una risilla la delató.
Alfonso volvió a mirarla.
—Todo va a salir bien, ya verás. No haremos nada precipitado, nos lo tomaremos con calma. En cuanto el asunto se solucione, decidiremos qué camino tomar, ¿de acuerdo?
Any asintió.
—De todas formas es demasiado tarde para dar marcha atrás, ¿no te parece?
—¿Cómo puedes ni siquiera insinuarlo? Vamos a ser terriblemente felices. Yo escribiré las mejores obras de mi carrera, tú descubrirás un nuevo procedimiento para limpiar las impurezas de tus selladores de silicona, y los dos nos retiraremos a la cima de nuestros campos.
Durante el resto del viaje a Connecticut se dedicaron a comentar las incidencias de la boda y el banquete, y charlaron sobre las personas que habían asistido, la comida, y en general sobre cualquier tema que no estuviera relacionado con la proximidad de la noche, su primera noche juntos como matrimonio consolidado.

Tan pronto como Alfonso aparcó delante de su casa, se volvió a mirar a Anahí.
—Hemos llegado al hogar.
Any se puso a juguetear con un pliegue del vestido de raso.
—Eso parece…
Alfonso salió y rodeó el coche para abrirle la puerta.
—¿Todavía estás ahí debajo de toda esa tela?
Si no lo conociera bien, Any no habría notado el matiz de tensión en su voz. No estaba tan tranquilo como fingía, comprendió, dando un suspiro de alivio.
Aceptó la mano que Alfonso le tendía y salió aparatosamente del coche. Antes de que pudiera conocer sus intenciones, Alfonso ya la había cogido en brazos.
—¿Ves? Esto ya lo tenía muy practicado. Y tengo la llave en la mano.
Abrió la puerta de la casa y pasó por el umbral con Anahí en los brazos, siguiendo la tradición. El recibidor estaba decorado con farolillos y cintas de papel, y había una pancarta gigantesca felicitándoles en el arco de entrada al salón.
—Al parecer Dorothy ha estado muy ocupada; es mi ama de llaves —explicó Alfonso, dejando a Any en el suelo—. Eh, ¿quieres cambiarte de ropa?
—Me encantaría. Pero no puedo quitármelo yo sola; hay cientos de botones en la espalda.
Alfonso le cogió de la mano y la llevó a su dormitorio. Nunca había estado en la parte posterior de la casa. Era su territorio particular. Su dormitorio, el baño y el estudio donde escribía.
Anahí supuso que ella dormiría en el piso de arriba, donde la otra vez. Sabía que Alfonso necesitaba mantener su intimidad, y de esta forma ella podría conservar su independencia, tan importante para una mujer Aries.
Alfonso abrió la puerta del dormitorio y continuó haciendo de guía, así que Any no tuvo más remedio que seguirle por el interior de una gran sala con ventanas en las tres paredes. A la luz del día el hermoso escenario natural del exterior contribuiría a un despliegue de colores siempre distinto.
Había una chimenea de grandes proporciones en una de las paredes, pero fue la cama lo que llamó su atención. Situada en una tarima, parecía lo bastante grande como para que seis o más personas pudieran dormir en ella holgadamente.
Alfonso soltó su mano y la hizo darse la vuelta. Mientras canturreaba suavemente, empezó a desabrocharle el vestido.
—Es un cuarto precioso, Poncho.
—Gracias. A mí también me gusta.
—Es muy tranquilo.
—Ahá.
—Seguramente aquí no entra ningún ruido de la casa.

—Esa era mi intención al hacerlo.
—¿Quieres decir que tú te has construido esta casa? Yo creí que simplemente la habías comprado.
—No —contestó Alfonso distraídamente—. Le dije al arquitecto lo que quería y él la dibujó para mí.
La parte de arriba del vestido empezó a resbalar por los hombros y Any la sujetó, apretándolo contra su pecho.
—Ya está. Todos los botones.
Any miró nerviosa sobre su hombro.
—Me siento ridícula. Tendría que haber sacado primero algo qué ponerme.
Alfonso fue a una puerta y la abrió, descubriendo un armario tan grande como el dormitorio del antiguo apartamento de Anahí. Entró y salió con su bata.
—¿Te parece bien esto?
Any abrió los ojos asombrada.
—¿Qué hace mi bata aquí? Alfonso parecía sorprendido.
—¿Dónde esperabas que estuviera?
—Bueno, yo, eh, no lo había pensado. Quiero decir que, supongo que pensaba que iba a dormir en el dormitorio de la otra vez.
—No seas ridícula. No hay razón para que no estemos en la misma habitación
—dijo Alfonso haciendo un gesto de despreocupación—. Como ves, hay sitio de sobra.
—¡Oh! Bueno, supongo que tiene sentido.
—Iré a ver qué nos ha dejado Dorothy en el frigorífico. Sal cuando te hayas cambiado.
—Lo haré —murmuró Any mientras él salía del dormitorio.
Del dormitorio de los dos. ¿Por qué no se le habría ocurrido que Alfonso pensaba compartir su dormitorio con ella? Habían hablado de que el matrimonio sería temporal, ¿no era así? Desde luego ella recordaba haber dicho algo en ese sentido.
¿Pero por qué iba a significar eso que debían vivir en cuartos separados?
Se quitó el vestido. Prácticamente se sostenía solo en el suelo. Cruzó la habitación y abrió una puerta que supuso daba al cuarto de baño. Había acertado, pero no estaba preparada para la exhibición de lujo que encontró dentro. La ducha en cabina de cristal podía albergar a varias personas, y el baño jacuzzi tenía escaleras para acceder a él. Las paredes cubiertas de espejos reflejaban helechos y otras plantas.
Anahí no sabía que existiera esa faceta en la personalidad de Alfonso. Terminó de desvestirse y entró en la ducha, recreándose en el chorro de agua vaporosa sobre su piel. Se secó con la toalla más suave que había tocado nunca, y fue a buscar su ropa.

La ropa interior estaba en uno de los cajones de la cómoda, y los pantalones y la blusa en el armario. Se puso unas zapatillas y después de mirarse al espejo decidió que estaba lista para reunirse con Alfonso.
Lo encontró en la mesa del comedor poniendo varios platos de tentadora comida. Se había quitado la chaqueta y la corbata, y tenía las mangas de la camisa enrolladas por encima del codo.
Miró a Anahí al verla entrar.
—¿Mejor ahora? —preguntó.
De pronto Any se sintió tímida con su amigo de la infancia.
—Mucho mejor, gracias.
—¿Por qué no empiezas a llenar un plato con lo que quieras mientras yo me cambio? No tardaré nada.
—Lo siento. No quería tardar tanto.
—Tranquila, no pasa nada.
Lo observó mientras salía del cuarto. ¿Por qué tenía la sensación de estar en otra dimensión, donde todo parecía lo mismo y sin embargo era diferente? Alfonso ya no era Poncho, su amigo. Ahora era su marido. Tampoco aquélla era la casa que había visitado alguna vez. Ahora era su hogar, el único que tenía.
Terminó de llenar el plato y se sentó. Alfonso volvió y Anahí casi gritó de la impresión. Ya estaba guapo con su traje de novio, pero había algo en la forma en que se le ajustaban los vaqueros que le trastocaba seriamente los sentidos. La camiseta de punto que llevaba le había revuelto el pelo, y ahora cubría su cuerpo como una segunda piel. Alfonso se apartó el mechón de pelo alborotado que le caía sobre la frente.
—Hombre, qué bien ya estás comiendo.
—En realidad te estaba esperando.
—No me esperes. Yo puedo alcanzarte —dijo, empezando a servirse cosas en un plato.
Luego se sentó frente a ella.
¿Por qué estaba tan nerviosa de repente? Se sentía como una niña de colegio, no como una mujer adulta. Se comportaba como si aquel hombre fuera un extraño, y no el chico que solía cogerle de la mano para cruzar la calle cuando era pequeña.
—¿Qué opinas?
Anahí levantó la cabeza, sobresaltada.
—¿Sobre qué?
Alfonso señaló los platos.
—Sobre la comida, y todo lo demás. ¿Te gusta? ¿Hay algún plato que te guste especialmente para que se lo diga a Dorothy? Es muy buena cocinera, pero si…

—Oh, me parece una cocinera fantástica, realmente buena. Me temo que yo no sé cocinar apenas. Así que cualquier cosa me parece bien.
Anahí dejó de comer y dejó el tenedor en el plato.
—Poncho, no quiero cambiar tus costumbres ni nada mientras estoy aquí. Quiero que continúes viviendo como si yo no existiera.
—Eso sería un poco difícil, ¿no crees?
—Por lo menos pienso irme de la casa mientras tú estés escribiendo. No quiero molestarte danzando por aquí.
—Por cierto, casi se me olvida. Nos han invitado a un par de fiestas la semana que viene, en Manhattan. Me temo que no podía decir que no. Todo el mundo quiere conocerte; incluso creo que quieren hacer algo especial en tu honor. Ya sé que odias estas cosas, pero no sabía cómo librarme de ellos.
—¡Oh, Poncho! No sé si voy a disponer de un momento libre en estas semanas. Nos estamos acercando a un descubrimiento, y eso podría significar muchas horas de trabajo extra. ¿No podrías ir sin mí?
Alfonso la miró un largo rato. Luego apartó la mirada.
—Supongo que sí.
Anahí nunca había visto esa expresión en su cara. No era de enfado exactamente, más bien parecía dolido.
—Procuraré sacar el tiempo —se oyó decir—. Veremos qué tal van las cosas para entonces.
—Claro —Alfonso volvió a su sitio—. Lo comprendo. A n a h í   sintió la repentina necesidad de explicarse.
—Es como si nada de esto fuera real. Me refiero a que no tendremos que fingir que estamos locamente enamorados, ¿verdad?
Alfonso no la miró. Sólo cogió el tenedor.
—Supongo que todo el mundo cree que por eso nos hemos casado. Porque estamos locamente enamorados.
Anahí se ruborizó por su propia estupidez.
—¡Oh, claro! Esa era la razón del compromiso.
—No importa.
Anahí alargó la mano y cogió la suya.
—Intentaré sacar tiempo. Sólo dime las fechas exactas, ¿de acuerdo?
Anahí tuvo dificultades en acabar la cena, pero lo hizo. No sabía por qué se le había formado ese nudo en la garganta. Quizás fuera porque Alfonso se había quedado muy callado, hablando sólo de vez en cuando para contestar a una pregunta suya.

No había querido herirle, pero sabía que lo había hecho. Siempre estaba tan pendiente de su trabajo y de la oficina, que no había pensado en cómo le habría afectado tanta publicidad a Alfonso.
Quitaron la mesa en silencio. Luego Anahí  se disculpó y volvió al dormitorio. Buscó su camisón y se lo puso, y luego se metió en la cama por el lado opuesto a donde estaba el despertador y la lamparita, suponiendo que ese era el sitio de Alfonso. Apagó la luz de la mesilla; la luz del cuarto de baño iluminaba tenuemente el cuarto.
Estuvo en la cama un buen rato, preguntándose por qué Alfonso no venía, pero el cansancio no tardó en apoderarse de ella, y se quedó dormida.

Era más de medianoche cuando Alfonso entró en el dormitorio. Por la puerta abierta vio los rizos negros de Anahí sobre la blanca almohada. Estaba tapada hasta el cuello, y sólo podía ver la punta de su nariz y la frente.
¿Por qué le habría dicho a Dorothy que pusiera las cosas de Anahí en su cuarto? Debía estar loco. Había hecho planes fantásticos para esa noche. Sabía que Anahí lo quería, y él la quería a ella. Esta noche pensaba decirle hasta qué punto, y lo mucho que deseaba que aquel matrimonio fuera duradero.
¿Cuándo se había dado cuenta? ¿Al ver que Anahí se encontraba en peligro?
¿Viendo su propia mirada en la fotografía del periódico? ¿Al descubrir que Anahí no era un estorbo ni la cruz de su existencia?
No sabía el momento exacto. Pero sabía que el cambio se había producido.
Y ahora se enteraba de que Anahí lo veía como a un hermano. ¡Un hermano, por el amor de Dios!
Él hubiera querido enseñarle esa noche la diferencia entre amar a un hermano y a un marido. Había decidido que a la mañana siguiente, Anahí Puente Herrera se sintiera plenamente casada, y amada por su marido.
Pero ahora descubría que no podía hacerlo. No podía aprovecharse de la situación. La amaba, sí. Pero no quería que Anahí se sintiera atrapada. Por la forma en que respondía a sus besos, Alfonso había querido creer que respondería con mucha más intensidad ahora que estaban casados.
Pero él era un cobarde. Tenía miedo de correr el riesgo de que lo rechazara. Y ahora ella estaba dormida en su cama, en la noche de bodas. ¿Qué iba a hacer? Lo mejor sería hablarle sin rodeos, llanamente. Ella lo entendería. Era una mujer Aries. Al principio reaccionaría impulsivamente, pero acabaría comprendiéndolo.
Finalmente decidió no hacer nada. No movería un dedo.
Movió la cabeza, llamándose toda clase de insultos. Si hubiera descrito una escena semejante en alguna de sus obras, nadie lo habría creído. Estaba enamorado de su mujer y no sabía qué hacer con sus sentimientos.
Le había dicho a Anahí lo que sentía, pero ella no lo había entendido, y ahora Alfonso no sabía cómo hacerle comprender, porque era evidente que ella no sentía lo mismo.

Tendría que escuchar su propio consejo: Tomarse las cosas con calma, no precipitar nada. No ejercería ninguna presión sobre Anahí, sino que dejaría pasar el tiempo para que se acostumbrara á vivir con él. Establecerían una rutina, disfrutarían mutuamente de su compañía y esperarían a los resultados de la investigación en Merrimac.
Por ahora sería suficiente. Sólo tendría que dormir junto a ella noche tras noche, compartir el dormitorio, el armario, el aseo y la cama con ella, oliendo el ligero perfume a flores de su cuerpo, oyendo su respiración al dormir o sus canturreos desentonados en la ducha, viéndola pasearse junto a él en ropa interior y tratándole como a un perrito de lanas.
No sabía que hubiera una tendencia tan claramente masoquista en su personalidad. Ahora era demasiado tarde para hacer algo al respecto.


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