Naranjas, rojos, azules: los colores parpadeantes lastimaban sus ojos ya teñidos por las incipientes lágrimas. Cuando los apretó ante el ruido estridente de las sirenas de las patrullas y la ambulancia, sintió el camino húmedo que en lugar de mojar parecían quemar sus mejillas. Ahogó un sollozo tapándose la boca, mientras sentía el latir de su corazón a galope. No sabría distinguir en ese momento si el temblor que movía todo su cuerpo era debido al recién trauma que había vivido o a que, en cuanto abrió los ojos, se percató de que uno de los oficiales comenzaba a acercarse a donde él estaba. Negó un par de veces en silencio y con un fuerte respiro se echó de nuevo a correr por el callejón que afortunadamente tenía salida hacía una de las avenidas principales de la ciudad.
Tenía que correr y huir de allí a como diera lugar. No podía quedarse (aunque quisiera, de verdad que sí, aunque solamente fuera para darse cuenta que aquello que vio no había sido una pesadilla); si se quedaba vendrían las preguntas, los interrogatorios que no podía darse el lujo de responder, que lo llevarían a ser detenido, juzgado, apaleado... No, no podía aunque algo muy doloroso le estuviera quemando el pecho en ese momento.
Guillermo corrió sin detenerse hasta salir a la avenida, y una vez ahí, bajo las tenues luces de las luminarias y los faros de los autos que transitaban, detuvo su carrera y comenzó a caminar rápido, pero nada que pudiera llamar la atención de nadie. Estaba atento a las sirenas, a la gente que pasaba a su lado seguramente llamados por el morbo malsano cuando un crímen es cometido. No se detuvo y por un breve segundo giró el rostro para ver si era seguido. Resopló de nuevo al darse cuenta de que la gente iba hacía la dirección contraria. Bien, eso era bueno. No debía darse a notar tampoco, así que con la manga del suéter que vestía se limpió la cara e intentó con todas sus fuerzas detener el llanto que le abrasaba la mirada.
Cuando al fin divisó la entrada al metro y vio que aún estaba abierto, agradeció a todos los dioses y miró su reloj barato, aún no era media noche, aún podía tomar el transporte y llegar a casa. Ya lidiaría con las consecuencias de su cobardía más tarde. Ahora lo único que necesitaba era tranquilizarse, no pensar, abrazarse a lo que más amaba en el mundo y que todo lo demás se fuera al infierno.
Cuando estuvo en el andén esperando al gusano naranja, se quitó la banda que domaba un poco su cabello rizado. Se encorvó esperando que el suéter de color llamativo que traía lo cubriera un poco más para dejar de temblar y sentir pánico. Miraba de un lado a otro y hacia la entrada de la estación casi con frenesí, casi a la espera de que algún policía llegara de improviso o que la poca gente que esperaba también el transporte le señalara de alguna manera. No supo en qué momento contuvo la respiración, pero sintió desinflar sus pulmones cuando el tren llegó. Se aferró a su mochila de trabajo y no pensó en lo extraño que podía verse o llamar la atención con los pantalones negros sumamente ajustados a su figura, hasta que al entrar al vagón, un par de hombres le miraron de inmediato con lo que, reconoció enseguida, era una mirada de lujuria. Afortunadamente no eran solo ellos tres, había más gente en el vagón, así que se arrinconó en la esquina y se sintió un poco más seguro, solo un poco.
Con nerviosismo llevó una de sus manos discretamente hasta el collar que adornaba su cuello bajo la tela del suéter, lo rozó un momento para percatarse que estaba en su lugar. El aroma que podría desatar sería su perdición, aún más si seguía en cuasi estado de shock. Se obligó a respirar profundamente, a calmar el desenfrenado latido de su corazón.
Se distrajo un momento cuando por inercia miró su reflejo en las puertas de vidrio del metro, contrastando la luminosidad del vagón con la profunda oscuridad del túnel. Era extraño verse vestido así, no por la vestimenta (que era una de sus herramientas de trabajo), sino porque nunca regresaba a casa sin haberse cambiado a algo "más decente". Parecía exactamente lo que era, y no le gustó la imagen. Giró el rostro para ver la estación a la que arribaba el tren; solo dos estaciones más y podría volver a echarse a correr hasta llegar a casa.
Su mente sin embargo no pudo evitar regresar a la escena que lo tenía huyendo. Y fue como si un cuchillo se clavara muy profundamente en su corazón. Quiso evitarlo, de verdad que sí, pero las lágrimas volvieron a agolparse en sus ojos. Y se mordió los labios para evitar el sollozo desesperado. Rogaba porque el tiempo pasara más rápido y llegar ya a su destino.
Al fin, en lo que a él le pareció una eternidad, el tren se detuvo en la estación correcta. Sin mirar atrás salió casi corriendo a la salida. El aire helado de la noche le golpeó el rostro en cuanto se encaminó a la calle que lo llevaría a su hogar. Quiso correr de nuevo, pero el pasar de una patrulla casi le paraliza. La vio pasar de largo como alma que lleva el diablo e intuyó que se dirigía al mismo lugar de dónde él había huido.
Casi sin darse cuenta, porque sus pasos habían sido automáticos, llegó a la fachada del viejo edificio de paupérrimos departamentos en el que vivía. Se detuvo antes de sacar las llaves y se volvió a limpiar la cara. Sabía que a esa hora su pequeño estaría dormido profundamente, pero también sabía que Karla le exigiría saber qué había pasado para llegar en ese estado y a esa hora. No había de otra, y tenía la necesidad de deshacer ese terrible y gigante nudo en la garganta. Así que respiró profundo una vez más, abrió el zaguán y se encaminó al tercer piso del edificio sin mirar las paredes maltrechas y las plantas mustias de sus pocos vecinos. La oscuridad siempre era bienvenida en sus noches de trabajo, pero ahora mismo lo agradecía como si fuese una bendición.
Cuando estuvo frente a la puerta del departamento, Guillermo se dio cuenta de que todavía temblaba y casi grita de frustración cuando, debido al temblor de sus manos y la oscuridad, no logró encajar la llave a la primera. Fue entonces que la puerta se abrió del otro lado y lo primero que vio al levantar la vista fue a Karla con una escoba en una mano y el celular en la otra, parecía a punto de gritarle y sin duda le habría estampado la escoba en la cabeza de no ser porque lo reconoció enseguida.
La mujer bajó lentamente la escoba y miró a Guillermo como si fuera un fantasma, mientras él parpadeaba y lentamente se adentraba a su hogar.
—¡Puta madre, Francisco Guillermo! ¡Casi me da un infarto! ¿Por qué chuchas no avisas que vas a llegar tan temprano?— susurró Karla muy exaltada bajando la escoba y apretando el celular— Estaba por llamar a la poli...
—¡No!— exclamó él sin alzar la voz y adentrándose por fin a la salita cerrando la puerta tras de sí y dejando su mochila en el suelo— Nada de putos policías, ¿me oíste, Karla? Nada de policías.
Hasta entonces notó que su voz también temblaba, y que todo él estaba hecho un desastre de nervios y horror al mirar la cara de su amiga y vecina: confundida y asustada.
—¿Qué te pasó? Vienes todo pálido, no manches Memo— preguntó ella y entonces se acercó hasta el cuello de Guillermo para tocar el collar, ahora la incipiente furia en su rostro— ¿Algún imbécil se propasó contigo? ¿Te rompieron el collar?
Memo se alejó por inercia, pero negó con la cabeza.
—¿Diego está dormido?— preguntó en cambio y dio unos pasos hacía la pequeña habitación que tenía la puerta abierta y apenas salía un poquito de luz de la lámpara de noche de su niño.
—Sí, le di de cenar y se durmió luego. ¿Pero qué te pasó a ti? Estás temblando, Memo, no me asustes— respondió Karla ya sin ocultar su temor.
Memo se detuvo de su intención de ver a su cachorro, se giró para ver a Karla a la cara y entonces ya no pudo contenerse, soltó un sollozo callado y se abrazó a su amiga con todas sus fuerzas para soltar por fin un llanto que los estremeció a los dos.
—Memo, por favor, qué pasó?— inquirió ella sosteniéndolo y acariciando los rizos revueltos de su amigo.
—Lo vi, Karla— sollozó entrecortadamente Memo en sus brazos—. Vi cómo ese hijo de su puta madre lo mató... Mataron a Henry, Karla. Y yo lo vi...
Y el mundo pareció detenerse en ese instante para los dos. Karla sin poder creer lo que estaba escuchando y Memo aferrándose a ella sin dejar de llorar.
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Con Nombre de Guerra
FanfictionGuillermo Ochoa es un Omega al que la vida no lo ha tratado del todo bien debido a su casta, por lo que tiene que trabajar noche y día no solo para salir adelante él, sino para darle lo mejor que pueda a su cachorro. Una noche cambiará su vida para...