Secreto de confección | CAP. 2

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Era un frío y lluvioso viernes por la tarde.

Después de un arduo día de trabajo estaba por concluir mis deberes sacerdotales. Juanita la madre superiora me preguntó qué me apetecía cenar pero yo no tenía hambre. Toda la semana había estado inquieto pensando en el regreso de Eva y lo que menos me daba era hambre.

—Pero padre —exclamó Juanita preocupada—, tiene que alimentarse bien para poder cumplir debidamente con su ministerio. Ya lo he visto que deja la mayor parte de comida en su plato. Dígame con confianza, ¿se siente enfermo? o ¿qué le pasa padre?

—Estoy bien Juanita. No se preocupe. Es solo que termino tan agotado de mis obligaciones que prefiero ir a la cama temprano para estar listo al día siguiente.

—Lo entiendo padre. Pero lo estaré vigilando. Sé que es muy jóven todavía y está lleno de vigor y fuerza. Pero tampoco le exigía de más a su cuerpo.

—No lo haré Juanita, gracias.

En ese momento, entra a la iglesia una persona con aspecto de mujer que al estar cubierta hasta la cabeza no se puede identificar su identidad.
La mujer venía tambaleandose, escurriendo de agua y dejando charcos por donde caminaba.

—Padre hay una mujer que va entrando a la iglesia. Creí que ya era hora de cerrar —revisa el reloj de pared.

—Sí ya la ví. De echo estaba por cerrar las puertas cuando me detuviste para preguntar por la cena. Pero está bien. Tal vez la chica necesite rezar o algo similar démosle un poco de tiempo.

—Padre —se acercó la mujer con la cabeza agachada—, ¿puedo hablar con usted? ¿puedo confesarme?

—Los dejo que hablen en privado —dijo Juanita—. Estaré en la cocina por si me necesita. Con su permiso.

La mujer y yo nos quedamos solos. Intentaba verle el rostro pero la capucha no me lo permitía. La mujer volvió a preguntar si podía hablarme. Y a pesar de que ya no estaba en horas de servicio acepté escucharla.

Al entrar al confesionario ella dijo:

—Padre, he cometido un pecado muy grave. Necesito de su ayuda para volver a Dios y recuperar a mi familia.

—Habla hija te escucho —respondí con ternura—, ¿cuál es tu problema?

—En realidad no soy "hija". Soy... Bueno, de eso quiero hablarle. Nací varón y crecí como tal. Me casé a los 25 años con una bella mujer inglesa con la que tuve tres hermosas hijas. Todo en mi vida era casi perfecto y era muy feliz con mis niñas y mi esposa. Hasta que me enamoré de mi jefe de área. Mantuve relaciones homosexuales con él durante dos años hasta que mi esposa nos encontró teniendo sexo en mi oficina, y mis hijas —empieza a llorar—, mis hijas también estaban ahí, lo vieron todo. No puedo olvidar sus rostros de confusión, de tristeza, de decepción. Mi hija la menor fue la que más lloró cuando mi esposa y yo nos separamos. En su mirada... padre, en su mirada se expresaba más dolor del que siento yo ahora. Ella confiaba en mí.

—Una separación siempre causa dolor... —suspiré.

—¡Hace poco la ví! Es idéntica a su madre físicamente. Le saludé muy nervioso pero claro no me reconoció vestido así —su llanto se hizo más profundo y le costaba articular—, las extraño tanto.

Se me hizo un nudo en la garganta. De todas las confesiones que había escuchado en la semana esta era la que más impacto.

—¿Estás arrepentido de corazón?

—Estoy destrozado. Me maldigo a mi mismo por haber acabado con mis propias manos la familia tan hermosa que Dios me confió. Las engañe. Y no me importó lo que pudieran sentir. Le pido a Dios todas las noches perdón y que me ayude a recuperar a mi familia.

Mi Pecado Es EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora