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 Amarás a Dios por sobre todas las cosas.

Hace algunos años, cuando el sol aún cavilaba entre ser partícipe o no de aquel reducto, la glorificación se llevaba a cabo por medio de cánticos, ofrendas y alabanzas diarias. La multitud de personas, quienes estaban olvidadas en aquel sector del mundo, no tenían más que palabras y un amor eterno a Dios. La creencia de un futuro próspero y alcanzar el perdón, era todo lo que importaba en su sapiencia.

La pretensión de los lugareños era ser oídos para ser benditos. Era tan arduo el afán de preservar sus almas al Dios versátil, que imponían dogmas creados por su irracional temor. En aquel tiempo ser considerado pagano era imponer la más nimia queja o, incluso, hacer uso de alimento para la familia hambrienta en lugar de ofrendarla. Muchos fueron desterrados y, otros tantos, juzgados y enviados a expiar sus pecados en el bosque maldito.

Los pocos habitantes entendían que sus tierras estaban profanadas por impíos que, en un tiempo pasado, se prestaron a toda tentación y paganismo que, gracias a la aparición de un joven clérigo, poco a poco fueron diezmados. Aquella conducta capital despertó una ira insana en Dios porque la sequía, las enfermedades y el hambre se apoderaron de aquel lugar perdido. Pero era tanta la fe que aquel hombre santo impuso en sus creencias y diccionarios internos que, invariablemente, a pesar de perecer, las nuevas generaciones comenzaron a adorar y buscar el perdón.

Fue bajo el riguroso, pero prematuro dogma, que una familia agnóstica, proveniente del norte, se instaló en lo alto de la colina. Su morada era más virtuosa y opulenta que la iglesia, por lo tanto, pronto fueron segregados. La mirada ofensiva de los lugareños, hicieron su tarea habitual de juzgar aquel afán de ser vistosos y, como ocurre en parajes reducidos, pronto aquella familia fue considerada la tentación diabólica. Para el clérigo, fue el ejemplo de toda ignominia y era menester mantenerse alejados de su pedantería.

Nada sabían de ellos, ni siquiera cuántas personas eran las encargadas de traer aún más mezquindad a lugar ya marchito por sus antepasados. Pero el clérigo, inteligente como lo era, si permitía que la curiosidad de sus fieles recaiga en la tentación, nada quedaría del arduo trabajo que se vio bendito en realizar.

Era por ello que el párroco, comenzó a ejercer su misa semanal en el centro del pueblo. Parte de aquel alejamiento a la morada santa fue para bendecir toda tierra y todo oído que sus palabras alcanzaran. Proclamaba con libro santo en mano que la peor peste estaba por avecinarse y su vista, a propósito, se posaba en la colina; allí, donde una construcción ególatra de piedras fuertes y vistosas, se alzaba en lo alto.

El miedo, aquel que nunca abandonó la consciencia de los habitantes, se instauró con denuedo en sus almas. Como una orden, como un dictamen, como una sentencia firmada, fue aquel miedo colectivo y desprecio subjetivo que se adueñó de cada uno. Niños y adultos, ancianos y bebés, todos sabían que el mal moraba a poca distancia de su pueblo en camino a ser considerado por Dios.

Pero un temor más profundo, ofuscado y relampagueante, se despertó en ellos cuando tormentas nunca antes vistas se posaron en su poblado por años. El frío azotó ruin contra las familias y muchos fueron muriendo. La iglesia se convirtió en el cobijo de todos. La inestabilidad, nunca antes vista, los golpeó. Consideraban que Dios los estaba castigando por no ser suficientemente fieles, aptos y dignos de ser vistos como sus hijos.

El párroco, compartiendo el dolor, pero lejos del miedo, siguió con palabras cada vez más contundentes y con la fe más arraigada. Él sabía que la prueba de fuego era aquella y que pronto las plegarias de todos los pecadores arrepentidos serían oídas. Fue justo. Fue ingenioso y versátil en adaptar la mala época para afianzar su fin, supuestamente, benévolo.

Las plegarias se convirtieron ya no diarias, sino que a todas horas. Por orden del santo hombre, nadie debía atreverse a mirar aquella cruz santificada por ser unos impuros y con alma pedante. Su poder de discurso fue tan pulcramente labrado que, los habitantes, se culpaban por no haber hecho absolutamente nada para echar a aquellas personas que vivían en la colina, ahora profanas, y que solo trajeron aún más olvido a aquella zona muerta.

Azotados por la inestabilidad climática, devino también la muerte. Niños nacían sin vida, y ancianos exhalaban su último suspiro entre mantas andrajosas y suciedad adherida. Los jóvenes, cansados de no ser oídos, se atrevían a irse en medio de la inundación, el viento y la fiereza de Dios, y nunca más se supo de ellos y su destino. La muerte, entonces, se adueñó también del lugar. Muerte material y muerte simbólica fue lo que tuvieron que afrontar aquellos que, con la profunda fijeza en su devoción, trataron de no llorarlo.

Pero hasta el alma de los más fieles comenzó a flaquear incluso después de haber entregado su vida a la devoción. No había alimentos. El trigo molido guardado en el sótano de la iglesia era lo único que llevaban a la boca y, con lágrimas impuestas, se odiaban más por complacer su estómago y no considerar que Dios les estaba dando una lección.

Pocos habitantes quedaban cuando luego, pasado unos años de lluvias y frio diario, salió el sol. Aquel día fue histórico para el poblado, aquellos que resistieron comenzaron a reconstruir las chozas, otros se atrevían a viajar por medio del bosque húmedo y maldito en busca de provisiones, y la casa empedrada, en lo alto de la colina, aún seguía inmutable. Como juzgándolos y alzándose victoriosa por salir airosa de las tempestades.

Creyeron así que Dios volvió a darles otra oportunidad, pues la tierra nunca fue tan fértil, ni las mujeres tan lactantes como en esa época. Las gracias se hicieron cánticos y era costumbre ver y oír a las personas proclamar alabanzas a Dios a todo momento, agradeciendo su inmensa grandilocuencia, clemencia y poder de perdón.

El poblado comenzó a prosperar. Varios viajeros se detenían en lugar tan óptimo y los habitantes fueron cautos y reticentes a los que pretendían quedarse para adquirir tierras. El párroco, entonces, propuso crear un sistema político tan excluyente que no permitieron la estadía por mucho tiempo de extranjeros.

Originaron un pueblo santo: fueron muchos años de perecer para lograrlo. Y los ahora ancianos, recordaban el diluvio como la purificación completa de infieles. Los encargados de escribir acerca de la historia del poblado, debían antes obtener la bendición del único hombre santo que, sumamente anciano y que la muerte parecía tenerle respeto, seguía impartiendo oraciones en medio de la plaza pública.

Fueron santificadas muchas fechas para reivindicar a su Dios y entregarles más devoción. Y fue en esa época que Génesis, nacida en seno de familia devota, respiró el primer aire que inundarían sus pulmones de perdición. La niña, como toda mujer, fue resguardada del exterior y consagrada en bautismo para que todo pecado sea ajeno.

La historia comienza aquí, cuando Génesis rescata el primer aire y Jonathan Jaffe sale al fin de la construcción de la casa en la colina.     

Canción sugerida: Leonard Cohen - "Steer your way"

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Canción sugerida: Leonard Cohen - "Steer your way"

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