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No tomarás el nombre de Dios en vano.

El pueblo gozaba de una bendición digna de forjar creencias. La actividad que los habitantes se vieron en la tarea de realizar, hizo del lugar próspero, seguro y repleto de ritos. Pero para alcanzar aquello fue necesario que abandonaran varios principios que creyeron, eran, los necesarios para obtener su alma pura.

La grandilocuencia comenzó cuando los hombres se embarcaron al bosque maldito y habían podido regresar indemnes con la compañía de plegarias. Sus testificaciones fueron variadas y, cada una de ellas, irracionales. Por recomendación del párroco, no debían abandonar el poder de la oración ni por un minuto cuando se sumergieron en busca de recursos naturales. También debieron llevar una cruz santificada, volver antes de que la luz diurna se difuminara, y hacer oído sordo a los susurros que en la brisa se filtraban.

En la primera excursión que un grupo de siete hombres se vieron, temerosos, a actuar relataron que la voz del diablo los persiguió en todo momento; e, hincados de rodillas, besaban los pies del santo párroco por haberlos prevenido, alertado y encomendado tarea tan justa. Según sus creencias, prestar ayuda y servicio para que el poblado consiga la bendición total de Dios era necesario cualquier riesgo, aunque eso significara sus muertes. Pero no perecieron, solo fueron perdiendo la cordura en cada viaje que se atrevieron a realizar.

Cuando el párroco comprendió que solo un día no bastaba para sumergirse en el bosque y alcanzar aquellos materiales que necesitaban para la nueva iglesia, fue más allá y les ordenó sumergirse en las profundidades. El resultado fue, a pesar de haber seguido con cada una de las especificaciones, el regreso de pocos hombres con sus carros de carga abastecidos, pero con un delirio infame.

El terror de saber que los hombres eran tragados por el bosque —pues nada se supo de ellos— o que regresaran con palabras incoherentes, hizo que el párroco reflexionara. Sabiendo que un grado tan alto de temor no serviría para su objetivo porque fácilmente podría retribuirse en su contra, pidió a sus fieles la construcción de una valla alta e impenetrable que prohibiera adentrarse. No conforme, también encomendó a mujeres la tarea de oración por turnos alrededor para que el mal no se atreviera a vincularse con ellos.

Su nuevo dictamen fue tan bien recibido que la ilustradora del pueblo hizo retratos de su más amado hombre santo para que bendijera sus casas. El miedo diezmó, aunque nunca los abandonó.

El párroco, satisfecho, pensó en cómo abastecerse de los materiales primarios que faltaban para la construcción final de la iglesia. Fue en ese momento que su vista se posó en la casa de la colina y ambicionó aquellas calizas fuertes y pintorescas. Comenzó a imaginarse tener la casa de Dios en lo alto, donde la contemplación del Señor abarcara sin problemas todos los honores que se encargaría de ejecutar.

Con aquel nuevo objetivo fijado, sus nuevas misas fueron meticulosamente diseñadas para llegar a los corazones de los fieles. Proclamó que Dios habló con él, y como era tan fiel a los habitantes y creía en la pureza de sus pensamientos, les confió su egoísta pedido.

—Dios ha hablado. —Así inició, con palabras que marcarían el principio de los tormentos en el alma—: Los amo, veo y escucho cada una de vuestras plegarias, fueros sus palabras. —La conmoción fue inmediata ante discurso insidioso. No se oyó el sonido de ninguna alma que interrumpiera vocablo santo. —Pero él sabe que aún estamos lejos de reivindicarnos —continuó el párroco—, y es tanto el amor que os tiene, pues su benevolencia es amplia, que me ha pedido ser guía de vosotros, mis fieles siervos de Dios, en el camino total y absoluto de su aceptación.

Aquella declaración fue un asombro colectivo. Las personas comenzaron a desmayarse debido a la impresión de que su Santo Padre los haya visto y que fuera realmente él quien ahora los guiara. Mujeres lloraban emocionadas y los hombres, murmurando plegarias de agradecimiento, prometieron hacer cualquier cosa que Dios le pidiera. Los niños, confundidos por las reacciones de los adultos, no les quedó opción más que la imitación: contemplaron atentos cada reacción y un sentimiento de orgullo nació en ellos.

Y solo eso bastó. El párroco, conforme, ideó sus próximas misas. Estaba exultante del poder que Dios le había cedido y, fiel creyente como lo era, no consideró pecaminoso el uso de su posición santa para obtener bendiciones.

Los siguientes meses habló con ímpetu, fiel creencia y una gesticulación digna de admirar, sobre la erradicación completa de aquellos que no confiaran, que se creyeran ajenos a la gracia suprema, de aquellos que solo impidieran la prosperidad total y de los herejes que el diablo acompañaba. La mirada cargada de significancia en esas palabras pregonadas se detenía todo el tiempo en la casa de la colina.

No necesitó siquiera nombrar a los herejes, pues todos sabían dónde anidaba el mal.

Fue en verano que, los habitantes seguros de sus convicciones, tomaron rumbo a la casa de la colina. La multitud, precedida por el anciano párroco, oraban a voz en grito a medida que se acercaban. Niños y ancianos iban al frente: los primeros para que aprendieran el poder de la fe y los mayores para que sus memorias fueran las testigos de tiempos angustiosos.

Un hombre, de aspecto áspero y descuidado, los recibió dejando a la multitud enmudecida. Era la primera vez que lo veían y quedaron estáticos solo por un momento al contemplar que parecía ser absolutamente normal, pues las leyendas que se fueron creando de los habitantes de la casa de la colina eran tan variadas y pintorescas que no consideraron el aspecto igualitario a ellos.

El párroco, viendo que sus fieles titubearon, les recordó el poder del diablo de camuflaje y que siendo aquel ser tan despreciable, no le importaría tomar el aspecto de hasta un infante.

—¡Te ordeno en nombre de Dios, infame, que abandones estas tierras y te sumerjas al bosque maldito para expiar tus pecados! ¡Así lo quiere Dios! Él nos ha hablado. —El párroco, consciente de que estaba dirigiéndose al mismísimo diablo, pues sus ojos se posaron sobre él con un odio magnánimo, no titubeó cuando reprodujo su acusación envuelta en ánimos de en verdad ser escuchado por Dios.

Jonathan Jaffe nada pudo hacer cuando, estupefacto, vio como la multitud se adentraba a su morada con antorchas en mano amenazando con incendiar la construcción. El párroco, temeroso que se arruinara la nueva casa de Dios, ordenó a sus fieles buscar todo ser que allí vivía.

Los gritos del agnóstico repercutió en toda la colina cuando lo ataron con fiereza a un árbol y, llorando, solo le quedó la observación y su garganta desgarrada cuando su hijo fue arrancado de su hogar a las rastras.

El párroco, sabiendo que un niño agnóstico era en extremo peligroso, ordenó que lo ataran junto a su padre y que quemaran a los impíos. No correría el riesgo de darle más oportunidad de respiro.

Proclamó que aquellas personas lejos estaban del perdón de Dios, que el bastardo vivía en pecado sin madre para guiarlo por la pureza de la calma y honra, y que su padre solo trajo devastación a su poblado. Vitoreó que si no erradicaban con firmeza el mal en ese momento, nada de ellos y sus progresos quedaría.

Los habitantes recordaron la historia del diluvio y fue el miedo de una niña tan alto, que fue la primera en lanzar la antorcha hacia los herejes.

Los habitantes recordaron la historia del diluvio y fue el miedo de una niña tan alto, que fue la primera en lanzar la antorcha hacia los herejes

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