Capítulo 1

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Cuando Vanya decidió ir a vivir sola a la ciudad su madre le dió un consejo, nunca hables con hombres que no conozcas. Era probable que la señora creyera que con esa frase protegería a su hija de la maldad del mundo, pero era eso, una mera frase demasiado específica que no alcanzaba abarcar la realidad.

Tal vez le habría sido de mayor utilidad que le dijera que no hablara con desconocidos en general, pues ella solía hacerlo bastante; puede que le hubiese servido que le aconsejara jamás dejar la ventana de la pieza abierta, al salir y en especial al dormir; puede que si le hubiera dicho que mirara de vez en cuando sobre su hombro, para verificar que su sombra aún era la suya, muchas cosas no hubieran pasado.

Pero no lo hizo, aunque tampoco habría servido de mucho; desde muy pequeña Vanya creó una coraza a su alrededor, y tenía la mala costumbre de creerse invencible en los peores momentos. Era una cualidad peligrosa porque muy rara vez pedía ayuda, incluso cuando sabía que estaba en un aprieto, incluso cuando sentía que algo no iba bien, como esa semana.

El lunes al despertar, cuando fue a abrir las cortinas como cada mañana, tuvo una mala espina; tenía la sensación de que alguien la observaba, muy cerca, casi como si estuviera al otro lado del cristal, pero no había nadie.

La idea de que alguien la vigilaba se desvaneció camino a la universidad, entre bloques, recesos y la hora del almuerzo, como mucho decir, era un mal recuerdo, una historia extraña que contar. Hasta que volvió a ocurrir. Estaba en el laboratorio en clases de neurociencias; debía hacer un corte transversal en un cerebro de vaca, sostenía el bisturí sobre un surco cuando volvió a sentir la mirada de alguien.

   — ¿Estás bien? — le preguntó su compañero de laboratorio.

Se sintió inquieta, no mucho, pero lo suficiente para que su mano tuviera un pequeño temblor.

   — Me duele el estómago, ¿puedes continuar?

Mientras se quitaba los guantes recorrió la blanca habitación, de camino al basurero comprobó que nadie de su clase le ponía atención, todos demasiados concentrados en el trabajo.Sintió incluso más curiosidad porque nadie más excepto ella parecía sentirlo. Con la bitácora en mano anotaba las diferentes estructuras, aunque continuó alerta; describía el cuerpo calloso, posaba la vista al frente; describía el tronco encefálico, miraba a los costados. Pero no detrás de sí, nunca a través de la ventana .

Al llegar a casa lo único que le quitó la sensación de incomodidad fue una taza de té blanco y su libro favorito en el regazo.

El día martes fue bastante parecido, aunque esta vez el presentimiento comenzó de camino a la universidad y no la dejó hasta que llegó a casa. Tomó el primer autobús con tal de alejarse, caminó por diferentes calles, una ruta nueva, cosa que nunca hacía y aún así lo siguió sintiendo. La peor parte fue en la clase de psicopatología, la cátedra se daba en un enorme auditorio, era de sus clases más concurridas y para su suerte se había sentado en medio y no quería llamar la atención al girarse a verificar a los asistentes; en esa clase en particular le parecía sentir que quien la miraba estaba a su espalda, justo detrás, pero cuando el timbre sonó y se levantó, notó que no había nadie. Un asiento vacío.

Solía ser de las primeras en recoger sus cuadernos porque no le agradaba mucho interaccionar, le gustaba ser la primera en salir por la puerta y elegir una buena mesa en el casino, un buen espacio en la biblioteca o irse a casa. El martes fue la última, sacó todos sus libros de su bolso, su billetera, llaves y demás cachivaches, fingió reacomodar cada objeto con demasiada lentitud. De nuevo a nadie le llamaba la atención su existencia, nadie le daba una mirada, excepto su compañera que la esperaba para realizar un trabajo de psicobiología y no se sentía ni remotamente similar al pinchazo que tenía en la nuca.

Legado de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora