2. El despertar

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Mariuco despertó con un horrible dolor de cabeza. Aún con los ojos cerrados, todo le daba vueltas, pero se obligó a hacer un esfuerzo para abrir los ojos. Al momento se encendieron todas sus alarmas.

La luz entraba a través de las cortinas de aquella habitación que no era suya. Se hallaba tumbado en la cama como Dios lo trajo al mundo, y, junto a él, con la cabeza apoyada sobre su pecho, el mismísimo Francisco dormía y roncaba plácidamente.

Mariuco se quedó inmóvil, mirando las humedades del techo, mientras hacía memoria de lo que había sucedido la noche anterior. Se rascó la cabeza, y entonces se percató de que llevaba puesta la peluca de pelo rosa chillón. Ya lo recordaba: el alcohol, la discoteca, sus amigos poniéndole aquella peluca, los ojos de Fran sobre él y el masculino y seductor baile que Mario había ejecutado antes de besarlo. Después, su vuelta a casa con él, su subida al apartamento de Francisco y cómo se había acostado con él; había sido un momento increíble, pasional, con una masculina posesión por parte de Mario que llevaba muchísimo tiempo queriendo poner en práctica. Su mente no podía dejar de pensar en las caricias de Francisco, en sus suspiros y sus súplicas resonando en la oscuridad de la habitación, haciendo resonar los muelles de la cama.

Sin embargo, todo había sido a base de mentiras. Había engañado a Francisco, haciéndolo creer que era una mujer, que era Marta, todo gracias a aquella bella peluca rosa que aún llevaba en la cabeza. ¿Cómo se le había podido ocurrir? ¡Y todo por llevar unas copitas de más! Aquella noche de pasión había sido maravillosa e inolvidable, pero, ¿de verdad había merecido la pena, si todo aquello había sido fruto de un engaño?

No podía seguir allí. Tenía que ir a su casa a refrescarse las ideas. Con todo el cuidado que pudo, Mariuco consiguió apartar a Fran levemente de sí y se levantó de la cama. Se puso los pantalones y comenzó a recoger sigilosamente, cuando de pronto, escuchó a Francisco removiéndose entre las sábanas.

—¿Marta?

Mariuco se quedó tieso mientras Fran se incorporaba y bostezaba, transformando su rostro en uno más estúpido al abrir tanto la boca. Se frotó los ojos con una soñolienta mueca de confusión.

—¿A dónde vas, princesa? —preguntó, aguantándose otro bostezo—. Es pronto, ¿no te quedas un poco más conmigo?

Sus ojillos parecían enfocar y desenfocar constantemente mientras esbozaba una sonrisa boba. Mario sintió unas leves cosquillas en el estómago, pero a la vez, se sentía increíblemente mal. Mordiéndose el labio inferior de forma sexy y angustiada, miró a Francisco de forma dolorosa. Soltó un suspiro.

—Lo siento, Fran, pero... pero yo no soy Marta —confesó por fin con su masculina y ronca voz mañanera. Agachó la cabeza, avergonzado, y valientemente se quitó la peluca, dejando al descubierto su brillante y sedoso cabello castaño—. Soy Mario. Mariuco, de la puerta 421. Esa es la realidad.

Mario apartó la mirada, esperando la furia, los gritos y los golpes de Francisco; sin embargo, nunca llegaron. Y es que Fran continuaba mirándolo fijamente con su expresión ausente, tan misteriosa y difícil de leer. Mariuco no podía continuar allí ni un segundo más, incapaz de mirar el rostro inefable de Francisco.

Sin embargo, aunque Mario no podía verlo, Fran no se sentía dolido ni se sentía engañado; era él quien se sentía un vil falso y mentiroso, pues la noche anterior, antes de aquel fogoso y pasional momento, Francisco había descubierto la verdadera identidad de Marta. Y a pesar de que tuvo dudas por un segundo, todas ellas se habían disipado cuando Mariuco lo había vuelto a besar de aquella agresiva y apasionada forma suya.

—Esto ha sido un error —dijo Mariuco de pronto. La estupidez que reflejaba el rostro de Francisco se reflejó en sus sentimientos al escuchar aquellas palabras—. Lo siento. No debió de haber pasado.

Mariuco recogió sus zapatos y salió de la habitación a grades zancadas, e inmediatamente, Fran lo siguió al instante.

—¡Espera! —suplicó, agarrando a Mariuco antes de que llegara a la puerta.

—No puedo, tío —se lamentó Mario, y liberó su musculoso brazo de la cálida y sudorosa mano de Fran—. No puedo. Esto no tendría que haber pasado.

Y, sin decir más, Mariuco abrió la puerta y se marchó del apartamento, aguantando sus ganas de regresar y confesarle a Francisco que, en realidad, no se arrepentía de nada. Había sido la mejor noche de su vida; ninguna de las fulanas que habían caído ante sus encantos le había dado una noche tan apasionadamente sexual como Fran lo había hecho. Su conexión había sido tan única, tan especial, que Mariuco se había sentido más apreciado, admirado y poderoso que nunca. No había nada en el mundo que le doliera más que abandonar a Francisco de esa manera. Él no se merecía algo así, pero era por su bien; al fin y al cabo, todo había sucedido a consecuencia de sus mentiras, y Francisco no merecía que nadie lo tratara así. Además, sabía que los amigos de Fran nunca aprobarían una relación como la suya, ni siquiera aunque Mariuco fuera (y de hecho, era) el hombre más perfecto, atractivo y talentoso de toda España.

Mario sentía quemazón en los ojos mientras recorría los pasillos hacia su apartamento, pero en ningún momento dejó que las lágrimas nublaran su visión. Al fin y al cabo, un hombre tan varonil como él ni siquiera lloraba en una situación como aquella.

Mientras buscaba las llaves de casa, Mariuco se decidió a olvidar sus sentimientos por el pasmarote y apasionante Francisco.

Nadie como tú (Marisco)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora