Sobre el conflicto en los grupos humanos

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En nuestros tiempos en los que los datos lo inundan todo y que gracias a la libertad de expresión se nota cada vez más fácilmente lo poco que importa la verdad para muchas personas, el tribalismo se vuelve a forjar de modo hipócrita, escudándose en una falsa moral que prostituye los sentimientos por encima de las personas, como siempre ha sido.

En un sentido similar, pero de forma mucho más dura, la guerra convencional se recuerda vigente en zonas del mundo donde esta hipocresía no se practica y las guerras civiles ocultas a plena vista no tienen cabida.

Desde nuestra perspectiva occidental es fácil preguntarse por qué los grupos humanos llegan al conflicto y aunque obviamente es una pregunta que requiere de mucho para ser contestada, quisiera guardar un comentario que surge con frecuencia como esencial en la materia: La segregación ontológica.

Uno podría pensar que los conflictos se han dado por "diferencias de ideales", "diferencias morales", "opresión" o "miseria" y claro que una miríada de motivos, pero me parece que en esencia comparten el mismo núcleo.

Cuando una serie de condiciones materiales, ideas e ideologías forman una concepción de uno mismo desde nuestro origen hasta nuestro destino, se podría decir que uno adquiere, construye, se le implanta o se le impone una construcción ontológica; el famoso "quién soy", aunque va mucho más allá de ello, claro.

En estas construcciones ontológicas el ser humano se suele dignificar, dándose a sí mismo un valor de ser superior, por los motivos que sea. Claro está que hay escalas y calidades en estas dignificaciones, pues muchas son sólo ilusiones y masturbaciones del ego, mientras que otras se plantan en trascendentes o inmanentes.

La dignificación del ser a través de una construcción ontológica está siempre presente, lo sepamos o no: es un pilar necesario para nuestra existencia. El punto es que estas construcciones suelen resultar de forma sigilosa en una necesaria distinción entre "quienes son dignos" y "quienes no". No es casualidad que se suela ignorar la concepción ontológica propia, parte del reino de las creencias como mencionaba Ortega y Gasset, no sólo porque requiere introspección, sino llanamente por desconocimiento, asociado por lo general a una implantación o imposición.

En los años de nuestra vida que nos preguntamos quiénes somos, múltiples "salvadores" se presentan extendiendo una mano: ser nacionalista, ser vegano, ser comunista, ser cristiano. Algunos son impostores más cínicos que otros, pero estoy casi seguro que al leer esta breve lista pensaste "sólo mi camino es el correcto, los demás están claramente equivocados".

Es ahí donde se esconde la segregación ontológica. En el fondo, cuando se es parte de un grupo (implicando el "ser" y el "grupo") suele entenderse a uno mismo como ejerciendo "la forma correcta de vivir" o de hacer las cosas, implicando necesariamente maneras erróneas en los grupos que son antagónicos en mayor o menor medida.

Cuando estos grupos tienen un contexto en el cual debatir y van surgiendo los inevitables roces nacidos de las diferencias ideológicas, por encima de todo y de forma enraizada, se mantienen las diferencias ontológicas. Normalmente, en el fondo de estas discusiones no hay una búsqueda de la verdad, sino un enfrentamiento de la dignidad del ser, buscando no convencer, sino imponer a los contrarios "la forma correcta de vivir".

Este tribalismo de toda la vida, por más refinado que aparente ser, conlleva las mismas consecuencias: Cuando un grupo declara como enemigo a otro se cierra toda discusión y se materializan las hostilidades. De nuevo, el problema ya no es "la verdad", el problema es el otro.

Si alguien "del otro grupo" no quiere entregar "por las buenas" su familia y sus tierras a "los únicos dignos de ser humanos", entonces "no hay nada que decir, hay que tomarlo".

Estas acciones tienen varias lecturas.

La primera es que esclarecer la verdad y llegar a un entendimiento no es motivo para el conflicto. En las peleas o en las guerras "tener la razón" es sólo una excusa del agresor para justificarse.

La segunda es que existe la defensa legítima. Si alguien busca matarte por el simple hecho de que existes (de nuevo, sea esto explícito o no), la reacción natural es defenderse, pelear de vuelta. Esta me parece la legitimación auténtica de la fuerza o de las guerras, vaya, las guerras defensivas o "el pacto social" del Estado para "mantener la paz" a través de la fuerza institucionalizada.

La tercera y más importante es que es necesario mantenerse siempre alerta ante esta falsa dicotomía dada por la segregación ontológica. Incluso un supuesto "humanismo", descafeinado o no, plantea que "sólo los que se declaran a sí mismo como humanistas son humanos, el resto no".

En medida que uno se cuestione por qué tiene sentimientos, pensamientos o reacciones negativas hacia otros, puede encontrar si posee un desprecio ontológico por otro grupo de personas.

Paradójicamente, pienso que las culturas o civilizaciones que propician las condiciones para esta introspección, o incluso que la fomentan, son superiores a las otras justamente porque se cuestionan su superioridad y no la asumen como bandera para cometer cualquier atrocidad.

Bajo esta misma idea es que detesto los proyectos utópicos y el uso del "bien común", porque son sólo herramientas para destruir la crítica y sobre todo la autocrítica, arrojándonos a la exaltación típica de la masa y el tribalismo.

Y, sin embargo, el desprecio resultante que se pueda generar a raíz de la discrepancia profunda con otro sistema de creencias ajeno al mío, jamás debe ser motivo para algo más que una decepción amarga o una retirada molesta. El enojo que emana de escuchar a quienes defienden genocidas no puede volverme en uno (o lacayo de alguno).

Después de todo, no seré tan ingenuo para decir que "todas las civilizaciones son iguales", no lo son. Hay unas superiores a otras, pero para que esto se cumpla un requisito que se debe mantener es permitir a los individuos la capacidad de cuestionarse profundamente lo que uno es y lo que hace, sin ganar certeza de la existencia a costa de la vida de otros.

O al menos eso es lo que digo desde mi propia concepción ontológica.

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