CAPITULO 13

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Ace

Solía amar los entrenamientos.

Me encantaba sentir la adrenalina de recorrer el campo, de sentir el impacto de la pelota contra mis manos, el olor a césped cuando derrapaba sobre él. No había lugar en el cual me sintiera más poderoso, más seguro de mí mismo. Sabía que pocas veces tenía errores, que pocas veces decepcionaría a los míos. Era el mariscal, todos me respetaban, todos confiaban en mí.

Solo que ya no era así.

Desde hacía unos meses, odiaba la idea de comenzar los entrenamientos. Me bastaba solo con escuchar el chillante sonido del silbato del coach para sentir cómo mis pulmones se arrugaban de manera violenta en mi pecho.

El viejo me observaba desde la esquina, con la playera deportiva demasiado ajustada en su estómago. Aunque era delgado, tenía algo de barriga y muy mala percepción de la talla que era adecuada para él. Las arrugas en su ceño profundo formaron surcos en su frente cuando comencé a ponerme el equipo necesario para comenzar.

—Detente. —graznó.

Casi rodé los ojos.

Todos los chicos se detuvieron, como si la orden fuera para ellos. Ignoré el murmullo de los chicos a mis espaldas y evité a toda costa la mirada de Fitz y la de Tuck. Fingí que no me importaba una mierda mientras cuadraba la mandíbula, agradeciendo un poco la intensa luz del sol, porque me impedía ver con completa claridad la expresión del coach.

—¿Qué pasó?

—Recuérdame una vez más qué posición tenemos los Hoosiers, Ace. Dímelo en la cara y con huevos, anda.

—Ofensiva.

—¿Entonces por qué mierda te encargas de hacer que todo el puto equipo huya de la competencia como princesitas? Tenemos cojones, Ace, atacamos, destruimos sus putas lineaciones. —me gritó, la saliva saliendo de sus labios agrietados de manera algo repugnante─ No nos quedamos de brazos cruzados esperando a que nos hagan anotaciones como si fuéramos costales de entrenamiento.

Tenía razón.

Si bien habíamos ganado el primer partido de la temporada, había permitido que hubiera más anotaciones de las que al coach o al director le gustaban. No había mantenido la posición, no había logrado que el otro equipo sintiera miedo de nosotros.

─Lo haremos mejor mañana. ─respondí firmemente para que todos me escucharan.

La expresión del coach demostró desdén y otra emoción más agria en la que no quise hurgar. ─Apuesta tus huevos a que sí, porque si no estás fuera de mi maldito equipo. Fuera para siempre.

El silencio se estiró tirante por todo el campo, haciendo que mis intestinos se hicieran nudo contra mi abdomen. Sabía que el coach no podía estar hablando en serio, porque nadie había logrado lo que yo desde que había entrado al equipo. Pero, aun así, una parte muy oculta dentro de mí tenía miedo.

─ Nadie puede hacerlo mejor que yo, no le conviene tenerme fuera.

No sé si lo dije para confirmármelo a mí mismo o a cualquier idiota que pensara que podía tomar mi lugar, pero al coach no le pareció molestar mucho. Mantuvo la misma expresión, pero ahora no gritó, no dijo nada. Se limitó a hacer sonar el silbato lo más fuerte que pudo para que el entrenamiento comenzara.

El coach tenía métodos algo bestiales que no cualquiera podía soportar. El entrenamiento tenía un promedio de tres horas y media, pero si él se sentía lo suficientemente motivado, podíamos durar más de cuatro horas. No importaba cuan cansados estuviéramos, cuantos chicos vomitaran el césped perfectamente cortado, no pararíamos hasta que él lo indicara.

BLOOMINGTONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora