Contigo

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El sol se desvanecía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y rosados. México, con el rostro iluminado por la última luz del día, caminaba con cuidado entre las margaritas que cubrían el campo. Sus manos rozaban suavemente los pétalos, apreciando la delicadeza de sus flores favoritas. El viento soplaba de forma ligera, arrastrando un suave aroma floral que parecía envolverlo en una sensación de paz, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.

A medida que la luz cedía paso a las primeras sombras de la noche, México supo que era momento de regresar a la cabaña. Aceleró el paso, no queriendo que la oscuridad lo alcanzara tan lejos del refugio. La cabaña, de aspecto rústico pero cálido, estaba allí, en lo alto de una pequeña colina. Un lugar acogedor que había sido su refugio durante aquel día de tranquilidad.

Al entrar, encendió unas cuantas velas, cuyos destellos danzaban con las corrientes de aire, llenando el ambiente de una luz suave y temblorosa. Organizó las sábanas de la cama, se acomodó entre ellas, y poco a poco, el cansancio fue tomando control de su cuerpo hasta que, finalmente, cayó en un sueño profundo.

Sin embargo, en mitad de la noche, un ruido suave pero persistente lo despertó. Era el rechinido de la puerta al abrirse lentamente. Cualquiera en su lugar habría sentido temor, pero México no lo hizo. Al contrario, un inexplicable sentimiento de alegría lo llenó. Se talló los ojos, aún adormecido, y cuando los abrió por completo, lo vio. Rusia estaba allí, de pie junto a la puerta, sus ojos de amatista brillaban con la tenue luz de las velas, llenos de una mezcla de ternura y algo más que México no podía identificar del todo.

Rusia intentaba no hacer ruido. Movía sus pies con cautela, evitando cualquier crujido del suelo de madera, pero su esfuerzo había sido en vano; México ya estaba despierto. Rusia lo observaba con una sonrisa entre apenada y cariñosa. Había fallado en su intento de no interrumpir su descanso.

México se levantó de la cama con movimientos lentos, como si temiera que cualquier gesto brusco pudiera hacer desaparecer la imagen de Rusia. Caminó hacia él, sus pasos resonando suavemente en el pequeño espacio de la cabaña. Al encontrarse, se miraron en silencio, sus miradas cargadas de palabras no dichas, de promesas que no necesitaban ser expresadas. Y, sin más, se abrazaron. Un abrazo firme, profundo, como si con ese gesto pudieran detener el tiempo y hacer eterno aquel momento.

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos del sol entraron por las ventanas, aún estaban abrazados. México fue el primero en levantarse, procurando no despertarlo, pero al caminar hacia la cocina notó algo extraño. Revisó la despensa y luego el refrigerador, pero no había nada. No había comida, ni siquiera un indicio de que alguna vez hubiera habido algo allí. Frunció el ceño, algo confundido, pero antes de poder pensar demasiado en ello, sintió los brazos de Rusia rodeando su cintura.

—¿Todo bien? —preguntó Rusia con voz tranquila, mientras apoyaba la barbilla sobre el hombro de México.

—La despensa está vacía... No hay nada para desayunar —respondió México, aún desconcertado.

Rusia soltó una pequeña risa, casi imperceptible, pero llena de calma.

—¿Desayunar? México... —dijo, dándole la vuelta con suavidad para mirarlo a los ojos—. Deberíamos aprovechar este tiempo. No sé cuándo se repetirá una oportunidad como esta.

México bajó la mirada, sabiendo que Rusia tenía razón. Cada segundo juntos era un regalo que no podían permitirse desperdiciar. Asintió en silencio, aceptando lo que en el fondo ya sabía. Ese día no se trataría de las cosas cotidianas, sino de aprovechar lo que realmente importaba.

Decidieron salir a explorar. Un pequeño lago no muy lejos de la cabaña les ofreció un lugar perfecto para refrescarse y disfrutar de la compañía mutua. El agua cristalina reflejaba el cielo despejado, y mientras estaban allí, parecía que el mundo fuera solo de ellos. Se recostaron en la orilla, intercambiando pequeños gestos de afecto, disfrutando de la cercanía, de los momentos silenciosos en los que no hacían falta palabras. Entre sonrisas, comenzaron a contar pequeñas adivinanzas, tonterías que no tenían otro propósito que el de hacer reír al otro.

Cuando el sol comenzó a bajar de nuevo, decidieron caminar por el campo de margaritas, recordando anécdotas pasadas. Todo parecía tan perfecto, tan lleno de vida. Sin embargo, al llegar a la entrada de la cabaña, el rostro de Rusia cambió. La sonrisa que lo había acompañado todo el día desapareció, y en su lugar apareció una expresión que México reconoció de inmediato: tristeza.

—Мексика... —comenzó a decir Rusia con voz suave—. Debo irme.

El corazón de México se encogió al oír esas palabras. Sabía lo que significaban, pero no quería aceptarlo. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas antes de que pudiera detenerlas, y, entre sollozos, le suplicó que no se fuera. Pero Rusia, aunque con dolor en los ojos, se mantuvo firme.

Mientras hablaban, algo extraño comenzó a suceder. Las margaritas que antes estaban llenas de vida y color empezaron a marchitarse a su alrededor. La cabaña, que había sido su refugio, se desvaneció como si nunca hubiera existido. México miró a su alrededor con desesperación, buscando algún indicio de que aquello no era real. Pero cuando volvió a mirar al frente, lo vio: Rusia estaba arrodillado frente a él, con una pequeña cajita en las manos.

—Мексика... te amo —dijo Rusia, su voz temblando ligeramente—. Sé que tal vez nunca podré darte esto en persona, pero al menos aquí, en este lugar, acéptalo. Sé que es difícil, pero te prometo que todo estará bien. Las flores volverán a crecer. Y lo más importante... te prometo que nunca dejaré de amarte.

México se lanzó a sus brazos, susurrando que sí, que aceptaba, que siempre lo haría. Las lágrimas continuaban fluyendo, pero ahora no solo eran de tristeza, sino también de alivio y amor. Sentía que, de alguna manera, aquel momento sellaba algo profundo entre ellos.

El tiempo pareció detenerse de nuevo. Cuando México levantó la vista, la noche había caído, pero las margaritas, que antes estaban marchitas, ahora brillaban más que nunca bajo la luz de la luna. Caminaron juntos un rato más, en silencio, disfrutando de los últimos momentos bajo el cielo estrellado.

Finalmente, cuando la luna estaba en su punto más alto, Rusia miró hacia arriba, luego se inclinó para darle un último beso y, con una sonrisa melancólica, dijo:

—Я люблю тебя всем сердцем.

México sintió cómo su cuerpo se volvía ligero, y el mareo lo invadió lentamente. Cerró los ojos... y cuando los abrió de nuevo, estaba solo. Había despertado.

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Notas del autor

Ya pasó un año desde que publiqué esta historia, y ahora que la volví a leer vi que estaba muy mal escrita entonces decidí reescribirla y también la hice más detallada.
También voy a seguir con la parte 2. Esta solo se quedó en mi mente, pero pronto sale.

Campo de Margaritas      -Rusmex-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora