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Érase una vez un dragón alado que vivía en una tierra fría, húmeda y oscura. Aquel dragón había decidido aislarse del resto de criaturas que allí habitaban, y se pasaba los días volando y merodeando las aldeas. Durante uno de sus vuelos de reconocimiento, le llamó la atención una princesa. Aquella princesa era diferente a las demás porque tenía alas que le permitían volar.
Draconia se cambió a un camisón elegante y cuando estaba a punto de acostarse en su cama, escuchó el sonido del metal proveniente del exterior. Con curiosidad caminó hacia el balcón y se agachó para buscar la fuente de ese ruido. Cuando miró hacia abajo, vio a un apuesto joven con cabello negro y un niño pequeño de no más de diez años. Los dos se detuvieron. camino detrás de Draconia mirando lo que pasaba en ambos.
—Necesitas trabajar con tu juego de pies, Sebastian—El hombre le dijo al niño, dicho niño asintió con tristeza, el hombre se dio cuenta de esto y tomó al niño sobre sus hombros haciéndolo reír.—Ahora, regresemos con tus padres. Estoy seguro de que mañana lo harás mejor...
—Gracias—Dijo Sebastián con una sonrisa agradecida en su rostro, miró hacia arriba y notó que draconia los miraba fijamente, la señaló— ¡Mira! ¡Una hermosa doncella!—El hombre miró hacia arriba y sus ojos se abrieron con asombro—¿No es bonita? ¿Quién es ella? ¿Tiene un amante?— El hombre y Draconia cruzaron miradas. la interacción con atención. miro Draconia rápidamente corrió hacia adentro por timidez. Volvió a asomarse un poco con un pequeño rubor en las mejillas.
El hombre seguía mirando hacia su balcón con una sonrisa enamorada. Sebastián lo miró y luego hacia el balcón y al darse cuenta de por qué los dos jóvenes adultos actuaban así, sacó la lengua, fingiendo vomitar.
El dragón se pasó semanas observándola desde la distancia. Estaba entusiasmado con todo aquel repertorio de movimientos. Había visto anteriormente otras princesas, pero jamás ninguna como esta.
