Otro martes cualquiera

65 6 2
                                    

Hay días que sabes que todo va a ir mal. No sabes cuándo, como y a veces hasta por qué, pero algo en tu interior te dice que lo más inteligente hubiera sido quedarse en la cama y dejar pasar las horas. Hoy era uno de esos días.

Supongo que debería haber sospechado algo, ver algún tipo de señal o haberme fiado de mi instinto, pero no podía hacerle mucho caso un martes. ¿A quién se le ocurrió que correr a la primera hora de la mañana sería una buena idea? Al principio todo era normal: aburrirte dando vueltas al campo; tener a la señora Miller, nuestra profesora de gimnasia, siempre en el rabillo del ojo para saber cuándo podía descansar un rato y caminar, aguantarme las ganas de gritarle a Archie McDougal que se fuera a la mierda... Lo típico de todos los martes.

—¿Es que ya no puedes más? —había dicho una de esas veces en las que dejé de correr.

Después me sujetó de la barriga, tiró y se marchó corriendo mientras se reía de mi otra vez. «Sí, Archie, ya sé que estoy gordo» pensaba siempre que hacía una de las suyas. No era mentira, he ido al endocrino alguna vez para que me ayude a bajar de peso, pero ninguna de esas dietas que me han dado son fáciles de seguir. De todas formas, no es que necesite la ayuda de un idiota que ha repetido más cursos de los que sabe contar para verlo. Tengo espejos en casa, aunque yo también preferiría que no los hubiera.

El caso es que siempre termino de los nervios por su culpa. Supongo que esa es otra razón por la que no noté nada raro. Bueno, eso y lo que sucedió en el vestuario. Increíble que el día que descubro que existen los monstruos, los dioses y los héroes, Archie pueda seguir fastidiándome hasta tal punto. Recordar el momento es agridulce, pero al menos no todo es malo, supongo.

Algunos detalles están confusos. Todo ocurrió muy rápido y llevaba el día entero queriendo marcharme a mi casa. Era la hora del descanso, pero yo me había quedado dentro de la escuela, en unas mesas enfrente del cuarto del conserje que podían usarse para adelantar trabajo. Me había colocado de espaldas a la puerta porque no quería ver a nadie y, sobre todo, que nadie me viese a mi y recordasen el último bombazo. Cuando se acabase el día ya lo sabrían todos, pero cuanto más pudiera huir de sus risas, mejor. El caso es que eso le dio la oportunidad perfecta para acercarse. ¿Que quién se acercó? Pues la señora Miller.

Reconozco que cuando la vi se me cayó el alma a los pies.

—Vente conmigo, Hayden.

Creo que nunca he tenido tantas ganas de pegar a alguien como cuando salimos en dirección al gimnasio, donde nuestra querida profesora tenía su despacho, y vi a Archie riéndose tanto que hasta le costaba respirar. El tío ni siquiera trataba de disimular, miraba hacia mi y luego se acercaba para susurrarles cosas a los demás, que escuchaban con atención, todos sentados a su alrededor en las escaleras de piedra. Yo no necesitaba ni estar presente para saber lo que estaría diciendo.

Los últimos pasos casi los anduve con la cara, en lugar de con las piernas. Mi maestra debía de haberse escandalizado mucho con lo que había oído, porque no dejaba de empujarme y decirme que me diera prisa. En esos momentos me preguntaba si terminarían expulsándome otra vez unos cuantos días.

—Bien, ya deberían estar muy cerca... —dijo la mujer, relamiéndose sus labios finos y resecos.

Yo no quería preguntarle quién. Tan solo supuse que sería el director o algún otro profesor.

—Juro que lo que dice Archie no es verdad, profesora. Es otra de sus bromas...

Ella cada vez se paseaba por su pequeño despacho más intranquila. Parecía ansiosa, como si hubiera esperado ese momento desde hacía mucho tiempo. ¿Acaso tantas ganas tenía de castigarme? Nunca he sido un estudiante modelo, pero aquello ya era pasarse. Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero tuve ganas de echarme a llorar.

El chico de la cabaña nº3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora