Un combate digno

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El recuerdo de la fiesta era el único dulzor que me quedaba después de que Tyson hubiera tenido que marcharse. Lo que, al parecer, se olvidaron de contarme fue que el cíclope no se quedaría el resto del verano, porque tenía que volver a las fraguas del palacio submarino de nuestro padre. Llevaba desde entonces tirado en la cama, levantándome solo cuando era hora de comer o si necesitaba huir de Percy. Él insistía en que continuase con los entrenamientos y las actividades del campamento, pero, por decirlo suavemente, prefería enfrentarme de nuevo a las mantícoras.

Aunque claro, tampoco habría ganado esta vez.

Era miércoles, cerca del mediodía, cuando mi único compañero de cabaña apareció de nuevo. Estuve a punto de soltarte alguna frase hiriente, que no se me dan mal del todo, para que se largara, pero me contuve al ver que en esa ocasión no intentaba hacerme entrenar. En su lugar se quedó en su propia cama, sin prestarme mucha atención. Sin embargo, aunque la paciencia no era mi mayor virtud, mucho menos era la suya. Se revolvía en su sitio como si estuviera plagado de pequeños insectos que se dedicaban a mordisquear y picar su piel, incómodo ante la idea de esperar para hacer quién sabe qué.

Al final, se decidió a mover primero en nuestra particular guerra fría, acercándose a la fuente de agua que decoraba una esquina de la habitación. Unos dracmas de oro siempre adornaban el fondo, aunque yo no sabía de dónde salían. Escuché sin problemas como Percy agarraba uno y, por primera vez en semanas, consiguió ganar uno de los enfrentamientos y hacerme salir de la cama con sus siguientes palabras:

—Tyson, palacio de Poseidón.

Estoy seguro de que vi un arco iris y luego un destello, pero no fui quién de preguntar cuál era el truco cuando vi a ese cíclope bonachón delante de mi, trabajando con tesón en su fragua.

—¡Hayden! ¡Percy!

Su sonrisa enseguida se me contagió. Después de tantas semanas echándole de menos, por fin lo tenía ante mi otra vez, a pesar de que aquello no fuera más que una llamada telefónica extraña.

Enseguida me fijé en su ojo, que me examinaba de arriba a abajo mientras su rostro se contrajo en un mohín triste e infantil. Supuse que mi querido hermano mayor se había chivado, pero no me atreví a sacar el tema. En su lugar, dejé que fuera Tyson quien me comentase lo que quisiera. Yo me limitaría a responder lo suficiente para dejarlo tranquilo.

—¿Os estáis llevando bien? —Esa pregunta me encogió el corazón de ternura al mismo tiempo que me hizo sentirme un padre discutiendo un divorcio delante de su hijo.

—Por supuesto —me apresuré a decir antes que nadie—. Nos estamos llevando de maravilla.

—Percy dice que no te van bien los entrenamientos...

«Bueno, sí, es una forma de decirlo», pensé.

—Así que... ¡te he preparado un regalo! —exclamó el cíclope.

Delante de la extraña pantalla de arco iris, mi hermano sujetaba un paquete increíblemente alargado y muy mal envuelto, con un lacito azul marino para darle el toque final. Después le vi alejarse hasta una ventana por donde entraba otro arco iris, lanzar dentro la moneda y pronunciar mi nombre y dirección, que ahora mismo era la cabaña número tres del Campamento Mestizo. Tras arrojar también el regalo, este desapareció al momento para terminar apareciéndose encima de mi cama.

Antes de tener tiempo siquiera para registrar lo que había ocurrido, escuché la voz de Tyson al otro lado, gritando mientras saltaba de emoción:

—¡Ábrelo, ábrelo!

No me hice de rogar. Me acerqué a la cama con curiosidad, rompiendo el papel que envolvía el paquete con más cuidado de lo habitual, saboreando el momento que me había obsequiado Tyson, y supongo que Percy también. Cuando por fin descubrí lo que había en el interior, una sonrisa extraña se me plantó en la cara. Reconozco que me llevó un rato entender qué era, y cuando por fin respondí a esa pregunta, lo que me costó averiguar fue por qué me lo había mandado.

El chico de la cabaña nº3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora