En 1863 Japón vive uno de los periodos más inestables y violentos de su historia moderna. En medio del hambre, la muerte y la miseria, Kenji, hijo de un samurái, y Haru, su esposo extranjero, deberán mantenerse juntos para encontrar a un marinero e...
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Ukiyo «El mundo flotante = vivir el momento y alejarse de todas las preocupaciones de la vida».
Haru llora. Con sus escasos cinco años, no comprende a la fortuna que lo ha sacado del barco donde tenía permitido recorrer la proa en medio del mar, para dejarlo en un lugar donde a duras penas puede salir al patio de la casa. Llora mientras arranca las vendas de sus ojos. Llora mientras siente la miseria de forma tangible, a pesar de tener vestido, calzado, cama donde dormir y alimento. Llora porque no quiere más arroz, porque le parece extraña la ropa, porque no entiende a la gente por más que intenta hacerlo.
Al sentir los dedos largos y grandes en sus mejillas, tiene miedo de que el llanto llame a la violencia.
—Pequeño Haru, no temas —Escucha en ese tono aún extraño, pero es capaz de entender pues le habla como en los barcos. Haru abre sus párpados; esas enormes y preciosas gemas azules rodeadas de rojo debido al llanto, miran al hombre de ojos pequeños y rostro cansado—. Sé que no te gusta, pero es necesario. Todos aquí tenemos ojos diferentes a los tuyos.
Todos tienen ojos negros, rasgados y alargados, con muy pocas pestañas. Él se siente extraño entre la gente. Hipa frustrado, se lleva el antebrazo hasta su nariz para secar el exceso de humedad y mira a la familia que le observa como un ente extraño. Ve a la mujer regordeta de ojos marrones y cálidos, a la niña de su edad que le observa con profundo interés y curiosidad, al hombre que seca más de sus lágrimas en las mejillas y cuyos ojos están atrapados tras el vidrio y, por último, mira al pequeño. Un bebé de año y medio que le contempla con sus enormes ojos negros y una mata de cabello oscuro sobre su cabeza.
—Algún día, Japón abrirá sus puertas y verá con buenos ojos al occidente. —El hombre recoge las vendas que han caído—. Entonces, podrás mostrar tus ojos al mundo o irte a un lugar muy lejos de aquí.
Haru mira con miedo las vendas que parecen flotar en el aire, sostenidas por las manos de aquel hombre. Aprieta sus labios y no quiere vivir más en esa oscuridad impuesta que parece más una condena que un paso a su libertad. Suficiente ha sido el terror que ha tenido que vivir al ver a sus cabellos, antes semejantes al sol, pintados como un pedazo de carbón. Duele más saber que ni siquiera tiene permiso de ver el mundo.
Entonces, la mujer se acerca, toma la mano de su esposo y esconde su rostro con vehemencia. Haru mira a la pareja detenerse en el silencio. Escucha el tono lleno de sumisión por parte de ella y luego ve alejarse al hombre cabizbajo. No comprende lo que ocurre, pero cuando se encuentra solo con ellos, la niña recibe la orden de buscar algo en la cocina y la mujer con el bebé lo miran con cuidado. Haru se queda quieto.
Ella tiene las manos suaves. Con cariño aparta sus mechones ahora oscuros y acaricia sus mejillas blancas. Le dice cosas que él no logra comprender ni recordar, su memoria es transparente en ese punto. Solo siente el aroma suave, dulce, como hojas de té, flotando con un toque cítrico. Se arrulla con ese perfume en medio del abrazo que ella le regala y se calma en él.