Capítulo I

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Todos sabían lo mucho que yo la amaba. Por eso estoy seguro de que, de no habérseme encontrado allí, nadie habría creído que yo era el asesino. El lector tal vez dirá que cosas como esas suceden todos los días, pero cuando comprenda lo profunda y hermosa que era la relación entre Cloris y yo, entenderá que era virtualmente imposible que algo así llegara a suceder.

¡Virren de la Altagracia!—, exclamó Gustavo cuando entró a la sala y vio lo que había sucedido. —Si no lo estuviera viendo con mis propios ojos, por nada en el mundo lo creería: ¡Víctor ha matado a Cloris! ¡Oh, cielos, qué desgracia! ¡Víctor ha matado a su esposa!

Mientras Gustavo salía disparado hacia la calle, vociferando la mala noticia, yo permanecía allí, como un idiota, junto al pálido cadáver de mi amada. Entonces noté que Lee, quien había entrado a la sala con Gustavo, consternada y nerviosa intentaba hacer uso de su móvil. —Seguro que llamará a la policía—, pensé. Pero nada me importaba lo que hicieran. No era mi intensión ocultar mi delito. Al contrario, quería que todos lo supieran.

Poco tardó en reventar la casa de curiosos. Algunos lamentaban lo sucedido; otros expresaban el más puro escepticismo.

¡Quién iba a pensar que Víctor Victorovich, hombre ejemplar y piadoso, sería capaz de cometer semejante barbaridad!—, dijo una triste voz salida del tumulto. Y tenía razón, pues ni siquiera yo creía lo sucedido.

Aunque no lo puedo afirmar con total convicción, creo que fue aquella voz, de timbre mitad sorpresa mitad compasión, la que me indujo a recordar lo sucedido aquel día en que Cloris y yo paseábamos por el malecón: Cloris tomó entre sus manos mi diestra y me dijo:

Víctor, ¿tú qué me harías si yo te hiciera algo malo?

—Si tú me hicieras algo malo, Cloris, —le dije un tanto aturdido— yo no te haría nada. Pero si lo que me haces es algo tan malo que resultara ser imperdonable para mí, me alejaría de ti para siempre.

Ella me sonrió y yo le respondí con igual gesto. Entonces le dije:

Te juro que yo nunca te haría daño, Cloris; ¡nunca!

Con un beso tierno y breve pusimos fin a tan sencilla como extraña conversación.

Por eso, estando allí frente al cadáver, pensé: —¡Qué miseria la mía. Le juré que nunca le haría daño, y ahora heme aquí, frente a su cadáver asesinado por mí.

Consciente estuve yo, desde el mismo momento del crimen, de que ese horrendo hecho de sangre me complicaba la vida; pero ¡ay!; ¡cuán lejos estaba de sospechar siquiera el sufrimiento que me traería! Desde el día en que la maté, una insondable angustia devora mi existencia. Es como si mi alma hubiera muerto con ella o, peor aún, como si su muerte me hubiera condenado a una especie de infierno terrenal. Confieso que al principio albergué la esperanza de que el trascurrir del tiempo aliviara mi oprobio, pero el propio transcurrir del tiempo me ha empujado a descartar por falsa esa ilusión porque, desde que cometí el crimen, no transcurre un mísero minuto sin que los recuerdos de aquellos increíbles momentos que vivimos juntos Cloris y yo me invadan y, con ellos, como crueles perros sanguinarios, el dolor, el infierno, la insufrible agonía...

Como el lector comprenderá, el lío en el que acababa de meterme era gordo y complicado. ¿Y qué iba yo a hacer? Como ya he dicho, no tenía la menor intención de ocultar mi crimen, pero tampoco me imaginaba dando explicaciones a la policía. Por eso concluí que era necesario actuar sin delación. Y eso fue precisamente lo que hice.

A G O N Í A. MATARLA FUE UN MILAGRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora