Capítulo 2

66 4 0
                                    

Cuando observé a todo el gentío mirándome, pensé: —Sin duda intentaran lincharme—. Y aquella no era una mera sospecha, pues ya le había visto linchar a otros por delitos menores. Es gente que ama hacer justicia con su propia mano y, siendo sincero, no sé qué les impidió reventarme a palos allí mismo. Pero es el caso que, como si fuese yo un fantasma, me escurrí de entre ellos.

Ahora que lo pienso, estoy seguro de que, si hubiera sido otro el asesino, no hubiera vivido para contarla. Pero se trataba de mí, Víctor Victorovich, alguien que, modestia aparte, sabe hacer sentir bien al prójimo. Yo había tratado bien a toda aquella gentuza y, en aquel preciso momento, mi bondad surtió efecto, pues me dejaron escapara ileso.

Con tan horrenda fachada y sin perder nada de tiempo decidí visitar a mi amigo Manuel. Estaba seguro de que él no me traicionaría entregándome a meros matones. Mientras iba, ocupaba mi mente eligiendo algún otro lugar al que pudiese yo ir en caso de que Manuel no se hallara en casa. Pero él estaba. Así que entré y, con voz apresurada, le dije:

—¡La he matado, hermano! ¡La ha matado!

Y Manuel, con aquel estilo vulgar con que solíamos hablarnos, me preguntó:

—¿Qué mierda dices, Víctor?

—¡Hablo de Cloris! Ella ha aparecido. ¡Y la he matado, hermano; la he matado!

—No me jodas. ¿Y cómo es eso de que apareció?

—Vino porque su padre murió. ¿Es que no te has enterado?

—Tu sabe que yo no me entero de nada que no este escrito en los libros.

—¡Sí, el general Medina ha muerto, y Cloris apareció, pasó a verme, y la maté!

—Oye, Víctor, cálmate. El que la hayas matado no me sorprende. Siempre te creí cuando decías que si ella aparecía la matarías. Lo que sí me sorprende es que ella haya aparecido después de tanto tiempo.

—Cloris era hija única, Manuel. Ella vino a recibir el imperio que le había dejado su padre.

—Y se encontró con la muerte, ¿no? ¿Cómo la mataste, Victor? Cuéntame, ¿cómo lo hiciste?

— ¿En serio quieres que te lo digas, Manuel? Llego ante ti recién graduado de asesino, y en vez de... no sé... llamar a un abogado; ¿me pides que te cuente cómo la maté? Pásame tu celular para llamar a Deivi.

—¿A Deivi? ¿Estás seguro de que quieres llamara a ese...?

—Es el mejor abogado que conozco. Además, es nuestro amigo.

— Sí, claro, amigo...

Después de hablar con Deivi empecé a sentirme en paz. Muchas veces nos habíamos referido al caso hipotético de que Cloris apareciera, y Deivi me aseguraba que, dadas las particularidades propias de nuestra historia, en caso de que la matara yo no iría a prisión. Y Deivi acababa de reiterármelo:

—Tranquilo, Víctor, tranquilo —me dijo—. Yo me encargo de eso.

Cuando terminé de conversar con Deivi, me dijo Víctor:

—Créeme que me resulta difícil creer que tú, precisamente tú, hayas matado a Cloris. Tú que decías amarla tanto, Víctor.

En tono de corrección, le dije:

—Yo no solo decía que la amaba, amigo; demostraba que la amaba. Tú bien lo sabes.

—Pues yo digo que no, que no, que no la amabas. A ver: ¿qué forma de amar es esa? ¿Eh?

—Sí que la amaba, Manuel; por Dios que la amaba. El que la haya matado con mis propias manos no significa que no la amara.

—Mira Víctor: no puedo negarte que yo, como todos, veía lo bien que la tratabas. Pero es inconcebible eso de que amándola la hayas matado. Si de verdad la hubieras amado, tú no la habrías matado. Fingías amarla, Víctor; eso sencillamente era lo que tú hacías. ¿Acaso no dijo Pessoa que el poeta es el más perfecto fingidor? Y tú eres poeta, Víctor; no lo olvides.

—¡Qué poeta, ni qué ocho cuartos! Soy un asesino, Manuel, eso es lo que ahora soy. ¡Un maldito asesino! Aunque tú sabes que ella se lo merecía.

—Tal vez ella merecía morir; pero, ¡hombre, matarla ya es otra cosa!

—Dices que tal vez ella merecía morir, pero que no debí matarla. ¿Crees entonces que debió matarla otro? ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡No hombre, no! ¿Qué te pasa? Lo que digo es que hay gente, mucha gente, que merece morir, pero que no por eso debemos ir por ahí matándolas.

Aquella, por cierto, era una verdad irrefutable. De todos modos, reiteré:

—Cloris merecía morir.

Por unos instantes, Manuel decidió guardar silencio. Mientras tanto, yo intentaba ordenar mis pensamientos, pero comprendí que eso era inútil, así que decidí dejarlos fluir. Me era necesario ahorrar tanta energía como pudiera. Poco después, el agobiante curso de los acontecimientos me daría la razón. 

A G O N Í A. MATARLA FUE UN MILAGRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora