Mientas le contaba a Manuel los detalles acerca de cómo conocí a Cloris, oímos sonar su celular:
—Es Gustavo —me dijo, extendiéndome el teléfono.
Lo tomé y, antes de que Gustavo pronunciara palabra alguna, le dije:
—No me juzgarán, ¿verdad? Dime que no me juzgarán.
—Estoy trabajando para que no te juzguen, Víctor. Pero tú sabes que este fiscal es complicado. De todos modos, no tienen fundamentos jurídicos para procesarte. Así que tú tranquilo.
La llamada concluyó sin más. Le devolví el teléfono a Manuel y él se fue a su habitación hablando sabe Dios qué disparates.
Al lector tal vez le parezca una exagerada ingenuidad eso de que pretendiera yo no ser juzgado por haber asesinado a mi esposa, pero lo cierto es que, antes de asesinarla, yo ya había cumplido mi condena y, al menos en mi país, no se puede juzgar a una persona dos veces por el mismo crimen. Cierto que, de haber estado vivo el general, sin duda que me habría tocado vivir un verdadero calvario. Ese miserable me hubiera hecho la vida imposible. Pero, por suerte, cuando cometí el crimen el general ya estaba muerto. Así que, a vista de Gustavo, mi situación no era como para preocuparse en demasía.
El general sí que era un tipo detestable. Yo creo que hasta me alegré de su muerte. Cuando me enteré de su fallecimiento se me ocurrió imaginarme estado allí, en su funeral, de pie junto a su cadáver, cuestionándolo con esa mezcla de orgullo y rabia con que suelen los impotentes cuestionar a sus acosadores cuando pueden hablarles de frente estando ya fuera de su alcance. Imaginé que conversábamos; que yo le decía: «Y ahora, general, ¿quién es el importante?". Y él, con aquella voz de tirano con que solía dirigirse a quienes consideraba inferiores, me decía: «Existen personas que incluso estando muertas siguen siendo más importantes que ciertos vivos». Y yo le respondía: «Sí, pero yo prefiero ser un vivo sin importancia, antes que un muerto importante». Pobre diablo. Si alguien merecía mi odio ese era él, pues nunca quiso aceptar la relación entre Cloris y yo.
Desde que la vi supe que la amaría. Lo supe porque no me asqueó. Antes de conocerla, y hasta un poquito después, yo era una especie de misántropo selectivo. Las únicas personas que me parecían interesantes eran las personas muertas, y éstas solo si eran escritores, poetas, novelistas o pintores. Pero, ¿personas vivas? Ni de mí quería yo saber. Si no me maté fue porque el suicidio me parecía y me sigue pareciendo el mayor acto de cobardía. Además, nunca me ha gustado la idea de estar muerto. «¿Qué sentido tiene la vida?», preguntaba un día Manuel, que era, a la sazón, un schopenhaueriano frustrado. Y recuerdo haberle contestado: «¿qué sentido tiene la muerte?». Porque si algo he aprendido de mí mismo es que un misántropo no necesariamente es un pesimista. Tampoco era que le deseara yo mal a la gente. Nada de eso. Simplemente la gente me caía mal, me provocaba asco.
¿Besar yo a alguien? Ni que ese alguien tuviera los labios de oro. Me parecía algo demasiado asqueroso. Había en mí una forma extraña de pensar al otro. Quizás la razón de mi desprecio a los de mi propia especie era que yo no solo veía el rostro de la gente, también miraba hacia dentro, miraba sus tripas, pensaba en su alma. «Esta que tanto presume su belleza —dije un día a una reina de belleza— y por dentro está llena de mierda como todo el mundo». Esa forma de ver al semejante era la causa de mi misantropía. Pero eso fue hasta el día en que vi a Cloris. Desde el instante en que la vi por primera vez comenzó a esfumarse todo desprecio alojado en mi corazón. Entonces deseé besar. Y creo que hasta me volví simpático.
Omito muchas cosas porque desprecio la cursilería, pero la verdad es que antes de conocerla, mi vida era un asco. Ella tuvo la virtud de poner limpieza y orden en mi vida. Es sorprendente el poder transformador que puede ejercer una persona en otra. No se trata de convertirse uno en dependiente emocional, sino de empezar a ver los colores infinitos de un mundo que antes parecía todo negro. Un día uno va por las calles despreciando a todo el mundo y, de repente, un rayo de luz explota en tu corazón, ilumina todo tu ser, y a partir de ahí todo es distinto.
Cierto, con el tiempo sucedieron cosas, y ya no pude seguir creyendo en el amor; pero me hubiese gustado seguir creyendo en él. Solo mientras amé estuve verdaderamente vivo. Sí, porque, ¿quién podría asegurarme que ahora lo estoy? Cloris está muerta. Su padre está muerto. Pero al menos ellos no sufren su muerte como yo sufro esta muerte que ahora vivo. He dicho antes que el suicidio me parecía y me sigue pareciendo un acto de cobardía, pero ¿acaso no me suicidé yo al matar a mi mujer? Lo juro: matar es matarse. Todas las puñaladas que le di a su cuerpo horadaron mi alma. Y qué es peor, ¿la muerte del cuerpo o la del alma? Ahora yo siento que la muerte que vivo, la vida que muero, la fuerza indescriptible que me agobia es la pura agonía de mi alma.
A veces lamento ser humano por aquello de que el ser humano está condenado a recordar y, mientras más bellos sus recuerdos, más dolorosos. La añoranza es la venganza del pretérito contra el alma por haberlo dejado ella escapar. ¡Y cuánto duele, Dios mío, cuánto duele!
—Cuando termines de escribir, no olvides apagar las luces —gritó Manuel desde su habitación.
—De acuerdo —le dije, convencido de que no me escucharía.
Esa noche tampoco dormí. La duda y la incertidumbre devoraron mi sueño. Me preocupaba el futuro, mi destino inmediato. Pensaba: "¿Qué será de mi vida si voy otra vez a prisión? Si vuelvo, me pudriré allí; y eso no puede sucederme. Definitivamente no. Debo hacer algo, no puedo depositar toda mi fe en un abogado".
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A G O N Í A. MATARLA FUE UN MILAGRO
De TodoDebido a la misteriosa desaparición de su esposa, Víctor Victorovich es acusado de asesinato. Los hechos demuestran que es culpable, ¿realmente lo es?