El día finalmente había llegado. Al final, Horacio había logrado convencer a Athenea de que se quedara en casa cuidando de Pam mientras él iba al aeropuerto a buscar a su nuevo compañero de piso.
Estaba nervioso, las manos le sudaban y sus piernas no dejaban de saltar en una especie de tic nervioso cada vez que se detenía en un semáforo en rojo o una señal de alto. Incluso se había saltado el café que bebía cada mañana, en un intento de evitar incrementar la ansiedad que se encontraba invadiendo poco a poco cada milímetro de su cuerpo.
Miraba constantemente la hora, esperando llegar antes de que el vuelo aterrizara, teniendo así tiempo de buscar un lugar en el aeropuerto y no quedarse hasta atrás entre los montones de gente que esperaban a los llegados. El hambre comenzaba a apretar su estómago. Ni siquiera había desayunado. Sentía que si lo hacía, lo vomitaría todo a los pocos segundos.
Se acomodó entre la multitud, sosteniendo en alto el cartel que Pam le había ayudado a decorar, con el texto "Bienvenido a casa, Víktor" rodeado de stickers aleatorios de varios álbumes que la pequeña coleccionaba, y algunos corazones y caritas felices, dibujados también por la menor. Estaba claramente emocionada, y eso aliviaba un poco a Horacio, pero a la vez incrementaba su nerviosismo. ¿Qué tal si el ruso no congeniaba con Pam? ¿Y si ella se sentía decepcionada?
Sacudió la cabeza, como si con eso lograra desprender de ella los pensamientos negativos que la habían nublado, dirigiendo su atención hacia la fila de personas que comenzaban a salir por la puerta. Sacó el móvil y observó la foto que le había enviado Greco, mirando constantemente a la foto y al frente, comparando los rostros de cada persona, buscando a su nuevo niñero.
Sin embargo, no necesitó mirar nuevamente a la foto cuando observó salir al hombre alto de cabello plateado, con aquella nariz perfilada y respingada y esos ojos grisáceos que transmitían una frialdad hipnotizante y a la vez magnética. La mirada del ruso se posó sobre el cartel y casi pudo sentir su corazón detenerse. Estaba pasando, y mientras Volkov caminaba hacia él, comenzaba a caer en cuenta de que todo era real.
Athenea se alejaría. Un extraño viviría ahora en casa. Una nueva persona cuidaría a Pam. Demasiadas cosas estaban cambiando a su alrededor, y el estrés no le había permitido razonarlas por separado.
— ¿Señor Pérez? — se escuchó una voz ronca hablar, marcando las erres.
— ¡Mucho gusto! — habló en voz alta, intentando fingir que todo iba bien pero logrando el efecto totalmente contrario, recibiendo miradas extrañadas de la gente a su alrededor. De todos, menos del hombre frente a él.
— Igualmente — respondió Volkov con frialdad, ignorando la extraña actitud de su nuevo empleador. El silencio se abrió paso, mientras se volvía cada vez más incómodo.
— Te ayudo — tiró de la maleta que traía el ruso en las manos, tomándola ahora él y comenzando a caminar hacia la salida, quedando finalmente de espaldas al hombre y comenzando a maldecirse mentalmente por lo incómodo del asunto. Volkov simplemente lo siguió con tranquilidad.
No podía evitar sentir que estaba arruinándolo todo, los nervios lo superaban, después de todo, se trataba de una persona con la que ahora conviviría todo el día, todos los días, y no quería crear ningún conflicto por accidente desde el día uno.
Se aproximaron al Smart Fortwo que se encontraba aparcado en uno de los casilleros, siendo ahora Volkov el que reflejaba en su rostro la confusión y la preocupación. ¿Cabría en ese auto?
Observó a Horacio subir el equipaje en el maletero, al tiempo que utilizaba la estatura del profesor para aproximar el tamaño del vehículo. Seguro tendría que viajar con la cabeza gacha y las rodillas pegadas al pecho.
— Sube — le indicó Horacio, mientras él caminaba hacia el lado del conductor y subía al vehículo. Volkov asintió con la cabeza y abrió la puerta del vehículo.
El techo no era lo suficientemente alto, así que debía agachar la cabeza. Por suerte, las piernas no iban tan encogidas como pensó que irían, aunque tampoco estaban en la posición tan cómoda en la que podía ponerlas en su vehículo personal. Suspiró. Esperaba que su nueva casa no se encontrara tan lejos. Necesitaba bañarse, comer y dormir, y ahora se añadía la lista el estirarse al bajar del vehículo.
El trayecto no fue tan largo como imaginó que sería. Los nervios de Horacio lo hicieron poner música, no sin antes preguntarle, y comenzar a tararear durante el camino. Definitivamente era mejor que el silencio incómodo, y la tranquilidad que parecía tener el profesor mientras tarareaba era extrañamente contagiosa.
Observaba a su alrededor grandes edificaciones, casas modernas, autos lujosos. Si no fuera porque ya había ido a Estados Unidos antes, estaría enormemente asombrado.
Finalmente observó a Horacio aparcar frente a una casa sencilla, ni muy modesta ni muy grande. Si lo analizaba, era exactamente la casa que había imaginado que tendría. No podía evitar analizar ese tipo de cosas, después de todo, a eso solía dedicarse.
Bajó del auto y colocó la mano derecha en su cuello mientras giraba su cabeza, sintiendo sus músculos estirarse, relajándose. Antes de que pudiera caminar hacia el maletero, Horacio estaba ya de pie junto a él con el equipaje en la mano, sonriéndole.
— Bien, vamos — soltó las maletas para poder sacar las llaves de su bolsillo, y Volkov aprovechó para tomarlas — ¡No, yo-!... yo las llevo — quería ser un buen anfitrión.
— No me molesta llevarlas — respondió. Horacio simplemente asintió, tampoco quería verse insistente.
Caminaron juntos hasta la puerta, Horacio por delante. Introdujo la llave y empujó la puerta, caminando al interior y dándose la vuelta, quedando de frente al ruso, con los brazos extendidos como si acabara de finalizar un gran espectáculo.
— Bienvenido a casa — sonrió.
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Caminos Cruzados
RomanceHoracio es padre soltero de una pequeña de 5 años, y trabaja como profesor de francés en una escuela de idiomas. Al quedarse repentinamente sin alguien que pueda ayudarlo con su pequeña, decide buscar con urgencia a una nueva persona para la labor. ...