𝐷𝑖𝑎 𝑢𝑛𝑜: 𝑚𝑢𝑒𝑟𝑡𝑒

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Paz.

La tranquilidad de tu hogar es algo que siempre se busca, el objetivo de vida que muchos se plantean y que luchan por conseguir desde el minuto cero en el que deciden hacer algo para conseguir la paz.

La paz era palpable en el ambiente del conocido y alejado pueblo de Karmaland, ese lleno de misterios y anomalías, ese que te hacía inhalar profundo el aire puro de los árboles de mil colores que rodeaban las casitas de fresca y oscura madera, ese que te hacía mirar fijamente a los mágicos atardeceres de tonos amarillos y naranjas, ese que te hacía sacar fotos cada segundo porque cada segundo era mágico.

Paz, felicidad o placer. Como fuese que los llamasen, estaba ahí, ahí en ese precioso y poco concurrido pueblo protegido por la magia de seres místicos y poderosos.

¿Pero ya no había paz para él?

Había aprendido a sobrellevar el dolor de cabeza cada día que ya incluso estaba acostumbrado a el, al constante recordatorio de que para él ya no había placer, ni felicidad, ni paz. Se había olvidado de cómo era caminar más de unos minutos sin tener que detenerse a tomar una bocanada de aire y obligar a sus pulmones a seguir trabajando, se había quedado sin la capacidad de ver con claridad los preciosos paisajes que su casa en las montañas le ofrecía al alba, había perdido la chispa y el atisbo de alegría que le quedaban, sólo podía sentir el dolor.

Era tan sólo una mañana de un jueves cuando se levantó de la cama con más dificultades de las que siempre tenía; le costó demasiado obligar a sus párpados a abrirse y que permitieran a sus nublados ojos azules poder ver el techo de la habitación una vez más, le costó más poder enderezarse y sacar las piernas de las sábanas que le estaban refugiando demasiado bien, demasiado cómodo, demasiado reparador.

Tan sólo eran las nueve por la mañana cuando se sirvió una taza de chocolate caliente, una taza que le pesó más de lo que usualmente debía pesar, una taza que le supo insípida, insoportable al gusto. Por más azúcar que agregó el sabor seguía siendo el mismo, sabía a todo y a la vez, a nada.

Sólo era un suave amanecer cuando tropezó con uno de los tablones de madera sueltos del suelo y cayó al suelo, adolorido, débil, cansado. Sus rodillas estaban golpeadas e irritadas de las constantes caídas a las que se sometía por culpa de la debilidad en sus piernas, las que ya estaban más delgadas de lo usual y las que ya podías ver temblar desde la lejanía. Sus manos raspadas por culpa de los incontables intentos de detener los tropiezos que ocurrían por culpa de sus apagados ojos, esos azules y desgastados zafiros que ya no lograban enfocar a tiempo las piedras en el camino. La voz se le iba, cada vez hablaba en un tono más bajo, cada vez la tos le desgarraba más la garganta y debía susurrar más bajo que el aletear de un colibrí viejo y herido, porque así estaba, herido.

La tos era poca, las caídas mínimas y el dolor absurdo si los comparabas al recurrente y agonizante sentimiento de vacío que le recorria por los huesos cansados cada segundo que transcurría. La inmensa sensación de preocupación y de que algo saldría mal en el estómago superaban a la vista nublada. El silencio en la sala y la rutina tan monótona rebasaban con ventaja al dolor de huesos del brazo, de las piernas, del hombro y el cuello. Las lágrimas derramadas centenares de veces y el arrepentimiento arremolinandose en lo profundo de su débil corazón no podían compararse con la piel tornándose de un color imposible, el color de la muerte.

¿Porqué?

¿Porqué él? Si él había sido siempre tan bueno, tan agradecido con todo y todos, tan leal como un perro lo es a su amo, ¿porqué él debía sufrir las consecuencias de esa enfermedad sin retorno?

Cada que caía al suelo y sollozaba frustrado, Alex se preguntaba lo mismo: ¿Porqué?


¿Porqué no?


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