1. Guerra Sacro-Demoniaca

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Capítulo 1: La Guerra Sacro-Demoniaca

El cielo, que alguna vez fue un lienzo azul adornado con nubes blancas, ahora era una herida abierta, teñida de un rojo carmesí que traía al mundo el horror y la agonía. Se podían distinguir innumerables grietas, como si de un cristal roto se tratara, cubriendo la extensión celestial y revelando un abismo infinito más allá de la realidad.

Bajo este cielo apocalíptico se extendía un paisaje que representaba la antítesis de la vida: un páramo desolado, un altar macabro donde la muerte reinaba sin oposición.

Los cadáveres se amontonaban como una marea roja interminable, decorando la tierra con los cuerpos de humanos, elfos, hombres-bestia, duendes, gigantes y muchas más criaturas que habían sucumbido. Todos yacían juntos en montañas grotescas, rodeadas por ríos de sangre fresca que aún fluía imparable.

Incluso seres aterradores como enormes bestias lovecraftianas, reptiles colosales, aves gigantescas y algunas bestias legendarias —como un fénix de proporciones kilométricas—, habían perecido. Sin embargo, lo más aterrador eran los cuerpos de aquellos que solo se susurraban en leyendas: ángeles y demonios, seres de luz y oscuridad, todos caídos, víctimas de la imparcialidad devastadora de la guerra.

En medio de este mar de muerte se alzaba un gigante: un dragón negro y rojo de dimensiones absurdas, de casi cien kilómetros de largo, lo suficientemente imponente como para marcar las mentes de cualquier guerrero con pesadillas inquebrantables.

A diferencia de los dragones orientales, este no tenía una escama inversa, pero sí un cuerpo humanoide, con grandes brazos, piernas musculosas y un torso marcado. Tres pares de alas, de casi 300 kilómetros cada una, se extendían a sus costados, una imagen inimaginable para la mayoría. Su cabeza draconiana, adornada con siete cuernos que parecían una corona, mostraba fauces expuestas, con dientes negros afilados y aterradores. Sus ojos, aunque apagados, aún infundían una amalgama de emociones abrumadoras en quienes osaban mirarlos. Eran de un color dorado púrpura, tan profundos que parecían contener el universo mismo en su interior, capaces de dejar a cualquiera que los observara en un estado vegetativo.

Sobre su lomo, apenas perceptible a simple vista, yacía un hombre. Aunque herido y exhausto, todavía estaba vivo. Encima de su cabeza, una barra de vida parpadeaba, indicando un mísero 5%. Era el único ser vivo en este campo de batalla, que se extendía por miles de kilómetros cuadrados.

A pesar de su apariencia de mediana edad, aquel hombre era un ser antiguo, con casi cien mil años de existencia. Su cabello, largo y desordenado, era de un negro intenso, y su armadura, antes imponente, no era más que metal retorcido. Su torso musculoso, curtido por incontables batallas, estaba cubierto de cicatrices, surcos profundos que narraban los intentos fallidos de muchas armas por quitarle la vida.

El silencio era sepulcral, roto solo por el crujir de huesos bajo las pisadas invisibles del viento. Este silencio amplificaba la tragedia, resonando con el horror de lo que había sucedido, un grito mudo por un mundo perdido, víctima del egoísmo y la codicia.

El hombre, con un gruñido de dolor, logró ponerse de pie. Sus piernas temblaban, ensangrentadas, y todo su cuerpo dolía, pero su voluntad permanecía intacta. Miró a su alrededor, su mirada borrosa y cansada reflejaba un dolor infinito, ahogado en lamentos.

Había presenciado con sus propios ojos la aniquilación total. No quedaba nadie: ni amigos, ni familia, ni amantes. Ninguno de sus subordinados, que lo habían seguido con voluntad de hierro al campo de batalla, había sobrevivido. Ni un solo aliado, aquellos que dejaron de lado sus diferencias para unirse a su causa, había escapado del destino que los había perseguido incansablemente. Incluso los ángeles, los seres más poderosos que habían llegado en el último momento para ayudarles, sucumbieron.

Por la SupremacíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora