La muerte acecha a todo el mundo, en todas partes y a todas horas. Yatagarasu lo sabe bien. Él es, en cierta manera, la muerte misma. Aún no está seguro de si la muerte lo guía a él o es él quien atrae a la muerte. Quizá nunca llegue a descubrirlo, quizá varía en ocasiones. Quizá la muerte no es una ciencia exacta, a pesar de lo exacto de su final.
Yatagarasu sobrevuela el continente africano, esta vez ni en compañía ni en busca de su vieja camarada.
No, esta vez siente las alas ligeras, y sus tres patas vibran de emoción como cada vez que iba a verlo, aunque jamás permitiría que su rostro revelase toda esa energía que bulle en su interior.
Cuando enfila el Nilo, puede ver los cultivos y poblados amontonarse en las orillas. Es capaz de reconocer casi todos, con la alegre voz de Bennu haciendo un recuento de ellos en su cabeza: trigo, avena, cebada, lino... También recuerda la detallada explicación del sistema que habían ideado los humanos para usar las crecidas del río en su beneficio. Son muy listos estos humanos, dice siempre Bennu, tienen un gran futuro por delante. A Yatagarasu no le importan demasiado los humanos, ni el futuro, siempre y cuando los ojos dorados y la oscura piel de Bennu continúen revoloteando cerca de él. Sabía que nunca podría cansarse de sus piruetas, de sus carcajadas, de sus chistes horribles, y de lo fácil que era dejar de ser el sol y la muerte para ser tan solo ellos dos. Rasu y Ben. Nada más.
Por fin alcanza el delta, tan grande como es. Su punto de encuentro. Si uno llega antes que el otro, sobrevuela la costa de este a oeste para saber que son ellos.
Yatagarasu vuela durante varias horas hasta que el sol comienza a declinar. No es extraño que Bennu se retrase. Es un pájaro distraído. Yatagarasu lo sabe y, aun así, hay algo en el ambiente, un olor, una especie de reverberación en el aire que empieza a robarle la calma y a cambio le hace entrega de una pesada preocupación.
Por fin ve algo brillar en la playa, cerca del mar y justo debajo del sol poniente. Vuela en picado. Sabe distinguir una hoguera común de la magnífica llamarada de Bennu.
Cuando aterriza, lo hace sobre sus tres patas y oye la respiración entrecortada de Bennu. Su sangre dorada se mezcla con la tierra y le faltan plumas de luz.
—Ben —dice Yatagarasu—, Bennu, ¿quién te ha hecho esto? —le pregunta. Bennu no tiene fuerza, pero se ríe.
—Estaba esperando a mi hermana —responde—. El fénix griego, te he hablado de ella. —Yatagarasu asiente, el miedo comiéndoselo por dentro. Ahora reconoce el olor—. Quería que nos llevases a los dos a ese maravilloso refugio tuyo... —Cada vez le es más difícil hablar. Es inminente. Inevitable—. El hijo del Faraón me vio. Creo que pensó en lo precioso que quedaría junto al resto de sus animales exóticos. No lo culpo, yo también lo habría pensado al verme.
—Ben —lo interrumpe Yatagarasu. Intenta ignorar los puñales que le desgarran el pecho, sin éxito.
—¿Qué? Tú también piensas que soy precioso.
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Plumas Extintas: La Tormenta y la Muerte [Completa]
ContoLa otra cara de Plumas Extintas ha llegado por fin. Si conoces «El Fuego y la Lluvia», esta es la historia de cómo se conocieron Tlau y Rasu, personajes secundarios allí, pero principales aquí. No es necesario que hayas leído la otra parte para aden...