Capítulo 4: Una búsqueda; un reencuentro

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Domingo, 8:49 a. m.

Amara caminaba con menos resolución de la que había esperado tener y con la creciente sensación de que estaba cometiendo una insensatez. Su casa, que nunca había sido un hogar, estaba ya a tan solo unos pasos de distancia. Llevaba una bolsa en la mano derecha, una ofrenda de paz.

«Vamos, Amara –se decía a sí misma– no tienes por qué hacer, esto. Da la vuelta y lárgate por donde viniste».

Pero sus piernas parecían empecinadas en desobedecerle.

«No. Al menos debo ver a Lucas y Helena. No he visto a Helena desde que me fui, y a Lucas desde el día en el café», se reprochó.

«El rompecabezas». Era una idea que no la había abandonado y la perseguía desde el Sábado en la mañana hasta ese preciso instante. No entendía de dónde venía todo aquello. ¿Por qué ahora, después de tantos años, parecía importante un pedazo de madera?

Recordaba su sueño y, en parte, eso la había impulsado a volver; quería ver a Lucas. Quería pedirle perdón, abrazarlo y llevárselo lejos de allí. Pero eso no pasaría pronto.

«Aún no puedo, hermanito», se dijo con pesar.

Y antes de que se percatara de ello, ya estaba en la puerta de su casa. La cerradura oxidada seguía exactamente igual, como si se hubiera congelado en el tiempo en el instante en el que Amara había reunido el valor para salir huyendo de allí.

Paralizada como un siervo frente a los faros de un auto, Amara contempló la fachada del lugar donde había crecido. Incluso llamarlo "casa" sonaba como un leco vacío. Inspiró profundo, llevando a sus pulmones aire y polvo. Dejó la bolsa en el suelo.

Entonces tocó la puerta. Los primeros tres minutos, nadie respondió. Amara, con la respiración contenida a medias y el corazón tan aterrorizado que apenas si se permitía latir, volvió a llamar. Unos eternos treinta segundos dieron la vuelta en su reloj de muñeca. Estaba dispuesta a irse, a alejarse de aquella casa a la que no quería volver.

«La tercera es la vencida», se impuso a sí misma. Llamó con fuerza, imprimiéndoles urgencia a sus nudillos.

Nada. Amara dejó salir el aire. Ya había hecho más que suficiente, creía para sí. Se agachó a recoger la bolsa de víveres, cuando la puerta se abrió con su rechinido de siempre.

Era Lucas.

Tenía la misma piel pálida que su madre siempre había elogiado. Su cabello, color tierra negra, más oscuro que el de Amara, y los ojos color chocolate eran los mismos de cuando eran niños. Pero su hermano no era el mismo. Era más alto que ella ahora. Su rostro lucía más varonil, más masculino y adolescente. Su espalda era más ancha y sus brazos y piernas más gruesos. Vestía un suéter color índigo con la capucha echada hacia atrás y un jogger negro; iba descalzo.

—Creí que odiabas tocar el suelo con los pies desnudos —bromeó Amara a modo de saludo.

Él no respondió. 

No se habían visto desde hacía seis meses. Esa vez, Amara lo había ido a buscar al instituto y prácticamente, había pensado no sin cierta ironía, lo había secuestrado para poder hablar con él lejos de su madre. Lo había abrazado entre lágrimas cuando él le pidió que la llevara con ella. Y ella le había prometido rescatarlo cuando pudiera. Ese día en el café, Amara le había entregado una tarjeta y un número de cuenta a nombre de ella, pero que serían exclusivamente para Lucas y Helena. Habían acordado que ella les mandaría dinero cada fin de mes, ponerse en contacto en el instituto, y que un día ella le daría un celular para que pudieran comunicarse. Se habían despedido con dolor en el alma, y Amara vio a Lucas llorar a lo lejos, mientras caminaban en direcciones opuestas, separándose por tiempo indefinido.

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