Capítulo 7: Un laberinto

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Estaba oscuro cuando llegó a casa, extenuada y frágil. Se sentía febril y como atontada por el cansancio. Hacía minutos que la medianoche estaba en su apogeo. El tic-tac de su reloj de muñeca acompañaba el ruido nocturno que hacía el celular de una de sus compañeras. Estaba demasiado cansada para especificar cuál. Arrastró sus pasos hasta su pequeña habitación, el único lugar que se permitía considerar suyo en el mundo.

«Soy una zombie», se burló de sí misma.

Y antes de hacer nada se dejó caer cuan larga era sobre la cama. La llave le golpeó la clavícula con un frío acerado. La sacó de debajo de la camisa y la acomodó a un lado. Estaba harta de tantos enigmas. Los misterios irresolubles no le gustaban, y ahora que la involucraban a ella, muchísimo menos.

«No dejes de soñar. Entonces todo tendrá sentido».

—Su voz...

Era una melodía que recordaba a antiguos tiempos, al poderío ancestral de una Amazona. Pero también era dulce, suave como terciopelo, y a la vez, distante y cercana. Un sentimiento ambiguo que hacía que deseo y repulsión danzaran a partes iguales.

—¿De dónde la conozco?

La preguntaba había rebotado dentro de su mente todo el día. Aquella nota de piel de durazno le había cantado al oído en otro tiempo, y la sonrisa hecha de estrellas le había sonreído en un pasado muy distante. Pero... nada. No daba con ello. Esquivo, el recuerdo parecía ocultarse a propósito entre los pozos profundos de su pensamiento.

Los párpados comenzaron a caerle con pesadez.

—Tengo que bañarme...

Pero el sueño, poderoso como un océano, la arrastraba entre sus corrientes.

«Soñar... Respuestas».

La mente de Amara se nubló, y ahí, incluso con los zapatos puestos, se quedó dormida.

•••

—Queridos compañeros. —Era una voz... ¿era una voz? Sí, era una voz, elegante, poderosa y lejana.

Era como intentar oír debajo del agua, con toneladas cúbicas de océano distorsionando el sonido. Su vista era estrecha, manchas de color cristal le cubrían los ojos. Sentía la mente prensada, cubierta por un velo de confusión y extrañeza, un semisueño de incoherencias que iban cobrando sentido.

—La prueba final. Hoy se demostrará...

«No entiendo», su mente daba vueltas.

—Y una vez que así sea...

«¿De qué está hablando?».

—... Por la gloria del fin de los tiempos de nuestra amada Muerte...

«¿Muerte?».

Amara intentó enfocar la vista, pero era como mirar a través de una ventana en un día de lluvia. Levantó las manos, echándolas hacia adelante, en un esfuerzo ciego por comprender la forma del mundo que la rodeaba. Pero al extender la palma derecha, algo cayó al suelo. La había tenido en la mano sin percatarse siquiera: la llave.

Era importante que la tuviera, pero no sabía por qué. Y antes de que el sentimiento de aprehensión pudiera echar mano de su garganta, las puertas se abrieron.

—¡Qué comience el encuentro!

Vitores, no, eran gritos eufóricos, sonidos guturales mezclados con música; mariposas y cucarachas; nubes de tormenta y días de verano; nieve y fuego. La luz, que se sentía como mirar al sol del mediodía de frente, la cegó. Fue como si le arrancarán de golpe una venda de los ojos.  Lo captó antes de poder procesar la escena que se revelaba ante ella: estaba en peligro. La boca le supo a muerte inminente. Un escalofrío recorrió cada grieta entre los huesos de su espina dorsal. Y entonces se giró.

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